Año: 10, Julio 1968 No. 177
El Temor a la Libertad
Manuel F. Ayau
De todos conocido es el caso de arriesgadas fugas de Berlín Oriental hacia occidente, a pesar del famoso Muro y la vigilancia estricta de fuerzas comunistas. Pero también se dan casos aunque aislados de personas que han regresado a Berlín Oriental después de probar la libertad. Han rechazado la prosperidad de la libertad a cambio de la seguridad de la esclavitud. En Berlín Occidental no tiene el individuo garantía de empleo: tiene que forjarse su propio bienestar porque los demás ciudadanos están en libertad de comprar sus servicios, o abstenerse de ello. Donde hay libertad existe riesgo y el riesgo hace imposible evitar la responsabilidad.
El miedo a la libertad es extraordinario. Quizá extrañe la afirmación de que el miedo a la libertad es factor significativo en la acción del hombre hoy día porque todos suponemos (así se nos ha dicho desde niños, en versos, himnos, discursos, etc.) que el anhelo más apreciado por el hombre es la libertad.
Pero existe miedo hasta de pensar, de dilucidar un tema, de ahondar una discusión, inclusive de entretener aunque sea momentáneamente ideas contrarias a las que hemos creído ciertas, por temor a encontrarnos equivocados, o a encontrar que las premisas y valores que hemos sostenido son falsos. El hombre siente confort de participar del criterio mayoritario, aunque íntimamente tema que está equivocado; le da tanto miedo la perspectiva de encontrarse intelectualmente solo, como sentiría al encontrarse solo una noche en un ambiente hostil.
Por ello el hombre busca con afán entrar a formar parte de algún grupo de presión organizado donde la responsabilidad puede despersonalizarse y compartirse; es decir, encuentra algún subterfugio para sacudirse en su fuero interno de la responsabilidad, y sacrifica su libertad gustosamente, quedando así tranquilo, pues ya no tendrá que decidir por sí. Incidentalmente, este temor a la libertad es, sin duda, una de las causas principales de las dictaduras; es, por lo menos, una condición previa a cualquier dictadura.
Cualquier idea nueva o diferente la admite, siempre que no sea muy diferente y que no afecte muchos aspectos. Prefiere estar equivocado, siempre que otros estén igualmente equivocados. La libertad de pensamiento la acepta y la defiende porque, además de ser imposible eliminarla, no es obligatorio usarla y, mientras se acepten los valores y premisas del «consenso», no tiene por qué sentirse responsable del criterio que sostiene y que en realidad no es propio.
La libertad y la responsabilidad
En parte, el temor instintivo a la libertad se deriva de la responsabilidad que inevitablemente conlleva. La libertad y la responsabilidad es un todo inseparable. Las consecuencias de una decisión libre no son imputables a otros. La libertad y responsabilidad no son, como muchos sostienen, categorías distintas y separadas que «deberían» siempre estar unidas para poder permitir la existencia de la libertad. Se dice: ¡se les podría dar libertad, si no fueren irresponsables! La verdad es que es irresponsable quien no tiene libertad.
Pero, siendo la libertad la condición natural y original del hombre, ¿cómo es que logra evitarla? Es un fenómeno curioso que el autor de este artículo ha notado ser general en todos los países que ha visitado, y que le da, por tanto, la impresión de que es común a todas las nacionalidades y que parece tener su causa en otro sentimiento del hombre: el miedo a la inseguridad.
La confusión sobre la libertad
Es tal el temor a la libertad, que para justificar y darle un ropaje aceptable al miedo, se habla de libertad como si se hablase de libertinaje.
Si alguien dice: «el hombre debe disponer libremente de sus bienes», las contestaciones usuales presuponen que los utilizará para causar daño a otros. Por ejemplo, si es dueño de un terreno, se dirá que lo va a utilizar en forma inconveniente para la sociedad, que va a permitir la erosión del mismo hacia el mar, que no va permitir que lo atraviese un camino, o inclusive, que va a sembrar marihuana.
Si se sostiene: «el hombre debe tener libertad para invertir su capital en lo que quiera», igualmente se supondrá que lo invertirá en contra de los intereses de la sociedad. No se piensa que quizá invertirá en una panadería, sino en un bullicioso burdel; no en una fábrica de ropa, sino en una casa de juego; no en un negocio de transporte u otra inversión para satisfacer necesidades ajenas, sino en producir algo que nadie desea, y, para colmo, increíblemente se supone en seguida que, aunque nadie desee lo que producirá, él fijará un precio exorbitante. Y todavía más: se dirá que el precio lo fijará «unilateralmente», si se dejan los precios libres.
Si se dice: «el hombre debe ser libre para importar los bienes que desea», inmediatamente se contesta que todos importarán artículos innecesarios para ellos mismos y para el país, que de todo se importará, a excepción de medicinas. !Además, se dirá que el país se convertirá en un país de «compradores» y, por tanto, que en el país ya no se producirá nada; que nuestra balanza de pagos sufrirá debido al exagerado aumento de importaciones y la consiguiente merma de la producción nacional; que a los ciudadanos de este desafortunado país no les quedará otra alternativa más que dedicarse a consumir y utilizar todas las cosas baratas con que los productores extranjeros lo van a abarrotar!
Si se dice: «los precios deben ser libres», se contesta: no porque entonces todos los productores se aprovecharán y venderán la leche y las medicinas a precios tan altos que sólo los ricos podrán comprar y que, debido a esa misma libertad, se convertirán en monopolios. Que en tal circunstancia a nadie se le ocurrirá utilizar su libertad para competir (para compartir esas jugosas utilidades); que la ley de oferta y demanda no es perfecta (no hay nada perfecto), que los factores económicos no tienen movilidad «perfecta» ni «absoluta» y que, por lo tanto, «alguien» debe intervenir para evitar abusos.
Y así todos los argumentos contra la libertad son presentados con aparente moderación, pero están basados totalmente en premisas exageradas y en la distorsión del concepto libertad, pues libertad presupone ausencia de libertinaje, excluye la anarquía, presupone la existencia de leyes que, al garantizar derechos individuales, restringen los actos de los hombres exclusivamente a actos pacíficos, y que los actos no pacíficos están al margen de la ley y, por lo tanto, están inhibidos por la amenaza del castigo; y que si el afán y deseo es perfeccionar la libertad, tales actos no pacíficos se convierten en excepción cada vez más rara, en la medida que tenga éxito el gobierno en evitarlos.
La libertad es, por excelencia, un instrumento de desarrollo. Renunciar a ella a cambio de seguridad se puede, pero el precio es siempre un bajo nivel de vida: el nivel de vida del recluso, del esclavo. La libertad como instrumento de desarrollo se intuía desde la antigüedad, pero no fue hasta hace poco cuando se avanzó el estudio científico de la teoría de precios y la teoría de utilidad marginal aplicada, que fue posible apreciarla como instrumento y condición esencial para el progreso desde un punto de vista objetivo y científico.
Es hasta época reciente que se reconoce que para que el hombre pueda actuar racionalmente en forma económica, para que pueda asignar la utilización de recursos en forma tal que se produzca el progreso, que para que le sea posible evaluar alternativas tanto de consumo como de producción, es absolutamente necesario que cuente con una estructura de precios. Y la teoría que explica la formación de los precios enseña que, para que los precios sean reales, se necesita la propiedad privada; es decir, la libertad de mercado, (como ya lo reconocen los países socialistas), la libertad de disponer libremente-- de los recursos que cada hombre posee, sean muchos o pocos, incluyendo en la palabra recursos, tiempo y habilidad.
Ya de por sí, analizado objetiva y serenamente, el hombre puede actuar libremente. Sólo dentro de muy limitadas alternativas, limitadas por la libertad de los demás, por factores fisiológicos y físicos, por alternativas de intercambio que otros libremente ofrecen y por normas de acción morales y sociales que el hombre respeta por muchas razones, inclusive interés propio. Desde luego, no existe perfección, y no todos los hombres actuarán de buena fe. Pero sólo los hombres libres se ven obligados a ser responsables. Sólo un pueblo de hombres responsables y morales puede progresar.
En el grado que un pueblo teme la libertad y la responsabilidad, en ese grado como lo demuestra la historia y la teoría sufrirá su bienestar. Cuando el pragmatismo desplaza lo moral precisamente entonces el hombre habrá destruido el fundamento último de un régimen de derecho; con ello perderá eventualmente su libertad, pues de la moral depende en última instancia la existencia de un régimen de derecho. Al perder esa libertad, pierde la oportunidad misma de progresar, y así, en vez de lograr la seguridad económica que pretendió comprar con libertad, pierde ambas: la libertad y la prosperidad.