Año: 17, Octubre 1975 No. 351

LA SOCIEDAD CARNÍVORA

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Por Alberto Benegas Lynch (h).

Tal es el título de uno de los trabajos más difundidos de Herbert Marcuse. Son cuatro conferencias que el autor pronunció en distintas tribunas estadounidenses destinadas a las cabezas de su movimiento. Marcuse es, sin duda, el ideólogo que mayor influencia ha ejercido en la última década sobre la juventud de todas las latitudes. Es, por ejemplo, uno de los instigadores y responsables máximos de la célebre revuelta estudiantil de París ocurrida en mayo de 1968. A nuestro juicio, Marcuse, infructuosamente, intenta convertirse en el fundador de una ideología original a través de su «dialéctica de la liberación» y valiéndose de etiquetas como «la nueva izquierda» o el «socialismo humanista» para distinguir a su movimiento. Pero fatalmente cae en la tesis comunista, exhibiendo como ejemplos más cercanos a su sociedad ideal a la China de Mao y la Cuba castrista (pág. 86). Oigamos algunas de las pretensiones de Marcuse... «creación de espacio interno y externo para la privacidad, autonomía individual, tranquilidad, eliminación del barullo, de la convivencia forzada, de la polución atmosférica, de la fealdad» y continúa más adelante «cada uno de nosotros debe crear en sí mismo e intentar la creación en otros, la necesidad instintiva para una vida sin temor, sin brutalidad y sin imbecilidad» (págs. 50 y 57, las bastardillas son mías).

El agitador de la nueva izquierda afirma que cualquier método es lícito para lograr su objetivo de destruir el sistema social vigente, dado que hoy «una marcha masiva sobre Washington para ocupar el Pentágono y la Casa Blanca erigiendo un nuevo gobierno, es una idea absolutamente fantasiosa y sencillamente no calza en modo alguno con la realidad de las cosas. Pues si alguna vez esa marcha y ese gobierno se produce, en 24 horas otra Casa Blanca sería establecida en Texas o en Dakota del Norte, y todo el asunto sería liquidado velozmente» (pág. 78), pero advierte «la desintegración no sucederá automáticamente, nuestra tarea es trabajar por ella.., porque una gran parte, quizás una decisiva mayoría, especialmente la clase trabajadora se halla en sumo grado integrada al sistema, y se halla integrada sobre una base más sólida y no sólo superficial» (págs. 87 y 88). «Actualmente los obreros son y no debemos olvidarlo los beneficiarios favoritos del sistema establecido.... (pág. 55). «El problema que debemos formulamos es este, ¿por qué necesitamos liberación de una sociedad así, si ella es capaz de conquistar la pobreza en un grado superior al alcanzado hasta hoy por cualquier otra, de reducir el trabajo y el tiempo de trabajo y de elevar el nivel de vida? ... El problema que enfrentamos consiste en la necesidad de la liberación, no de una sociedad pobre ni de una sociedad en desintegración, sino de una sociedad que desarrolla en gran escala las necesidades culturales y materiales del hombre, una sociedad que usemos el lema distribuye las mercancías entre una proporción cada vez mayor de la población» (págs. 31 y 32). Luego de repetir consideraciones en torno a la dificultad de «liberarse» de una sociedad del tipo referido «aparentemente buena» aunque «realmente no lo es» y reincidir en contradicciones de diversa índole, Marcuse resueltamente opta por contestar sus interrogantes explicando que dicha «liberación» significaría «un salto hacia el reino de la libertad» (pág. 34) (?).

He aquí escuetamente la filosofía marcusiana ofrecida para ser consumida principalmente por sus tan adulados y venerados estudiantes universitarios, pues según Marcuse sólo ellos «todavía conservan semblante humano». (pág. 103)

Resulta perfectamente comprensible y loable el deseo de la juventud, y en general de todo espíritu inquieto, por contribuir a mejorar las bases sobre las cuales se asienta la sociedad. Nada hay peor que la actitud quietista y servil del conformista crónico. Pero lo trascendental de la cuestión es comprender cuáles son los instrumentos idóneos por el logro de aquel objetivo. Toda persona de sentimientos nobles quiere que exista mayor bienestar y que reine justicia. Todos cualquiera sea nuestra ideología coincidimos en los fines. Ningún ser humano normal desea y proclama la miseria, la injusticia y la tristeza. La gran cuestión reside en los medios y éstos consisten en fortalecer los principios morales, jurídicos y económicos que derivan de sus respectivas ciencias, y hacer uso de ellos aplicándolos a la realidad social. Dios nos ha dado razón y lógica, herramientas que nos permiten sin prejuicios comprender los beneficios de adoptar aquellos principios. Es nuestro deber analizar, en distintos países, los efectos producidos por medios socialistas y los que provoca la aplicación de políticas liberales basadas en el Estado de Derecho, la justicia y la economía libre. Si procedemos al referido análisis con espíritu imparcial, comprobamos que la experiencia histórica y la realidad actual confirman que en la medida en que una nación se ha acercado más al liberalismo, mayor ha sido el progreso espiritual y material de sus habitantes y que lo contrario ha sucedido y sucede donde la inclinación es hacia el socialismo.

Para distinguir la bondad de una política, no es conducente dejarse guiar por denominaciones partidarias o dejarse embaucar por palabreríos más o menos románticas; lo relevante es el contenido de la ideología y no el disfraz o la forma. Hay gobiernos contemporáneos que despliegan gran energía en combatir la guerrilla, al tiempo que sistemáticamente promueven legislación tendiente a abolir la propiedad privada. A pesar de ello, debido a juicios apresurados basados en la forma y no en el fondo, aquellos gobiernos frecuentes son tildados y catalogados como anticomunistas. No se percibe que, dadas las características que rodean a la referida lucha antiguerrillera, el asunto simplemente se reduce a una manifestación del instinto de conservación de los gobernantes, cuyos miembros combatirían guerrillas de cualquier color así como a cualquier movimiento subversivo que intente destruirlos o debilitarlos. Dicha actitud convierte la cuestión -en el mejor de los casos en una guerra a lo Pirro: se gana en el terreno militar y se pierde en el ideológico. Otros líderes intelectuales de renombre enfáticamente se declaran anticomunistas, como es el caso de Bertrand Russell, quien, sin embargo, manifiesta que «las condiciones mínimas para lograr la paz son: un gobierno mundial único con el monopolio del poder de policía y una distribución igualitaria de la riqueza para que nadie tenga motivo de envidia... » (cit. en «Bertrand Russells Best», Allen Edit. pág. 95, cap. V).

Fruto de la gran confusión imperante es que se oyen críticas reiteradas al «sistema liberal vigente» en países donde apenas si quedan vestigios de aquel régimen. Permanentemente se lanzan avalanchas de medidas socialistas sobre la población y cuando surgen las nefastas e inevitables consecuencias, se endosa la responsabilidad al liberalismo. Es de ahí precisamente de donde proviene el clamor por más medidas socialistas. Cuando no se conoce la relación de causa a efecto se yerra gravemente de camino, el caso es similar al de aquel individuo que está ingiriendo veneno y, en lugar de suspender la intoxicación y reemplazarla por recetas adecuadas, se decide por incrementar la dosis del mal «para mejorar su salud». Interesarnos por el significado que se le atribuye a las palabras empleadas, sin duda ayuda a esclarecer el problema, pues, por ejemplo, parecería que la «nueva dialéctica» antes aludida, usa el término liberación como opuesto a libertad y como sinónimo de libertinaje. Sugiero, como un buen método para verificar el grado de socialización de un país, la atenta lectura del «Manifiesto Comunista. de Marx y Engels comparándola con la política vigente.

En resumen, si existen injusticias y atropellos al derecho, la solución evidentemente no reside en acentuar y acelerar el mal sino en revestir la tendencia, encaminándose por la senda de la justicia. Muchos somos los partidarios de «cambios fundamentales de estructuras», pero no en cualquier dirección ni tampoco aceptar el cambio por el cambio mismo, sino sólo para mejorar. Por ende, el legítimo sentimiento de protesta debe encauzarse hacia fines nobles y no explotarlos, a fin de destruir los valores fundamentales que permitirán el mayor progreso posible para el hombre y para la sociedad en su conjunto.


[i] Tomado de «La Prensa» de Buenos Aires.