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Año: 21, Noviembre 1979 No. 450
N. de D.: George C. Roche III, Presidente de la Universidad de Hillsdale desde 1971, socio de varias organizaciones profesionales y académicas, le fue otorgado el premio Freedom Leadership Award de la Freedoms Foundation. Es autor de cinco libros y ha escrito artículos en revistas y periódicos de los Estados Unidos de Norte América y del exterior.
Fue director de seminarios en la Foundation For Economíc Education, Inc. durante varios años. En este tiempo se dedicó a dar pláticas como defensor de la libre empresa y la libertad individual en las distintas instituciones educacionales de Norte América.
Fe y libertad
George C. Roche III
«Yo soy la luz del mundo» nos dijo Jesús, frase peculiarmente adaptada a la era actual, la cual se presenta entenebrecida por toda clase de problemas. También nos recalcó que «dejáramos que nuestra luz brillara ante los hombres». Cuando asciendo al púlpito, siento el deseo de hacer eso cabalmente, de procurar iluminar un poco este entenebrecido mundo, de decir algo realmente significativo. ¡Cuánta palabrería estéril y cuán poco lo que en realidad decimos!
Y sin embargo, contamos con las palabras y pensamientos adecuados. Si realmente estamos insatisfechos con las actitudes y valores del mundo actual, contamos con una alternativa magnífica que nos fue propuesta hace casi dos mil años, cerca del Mar de Galilea.
Hoy al que rechaza los valores mundanos de la sociedad contemporánea y pone su fe en Cristo Jesús, se le llama iluso, pesimista, o tonto. Y sin embargo, no hay nada de pesimista, o tonto en alejarse de los placeres fugaces de esta vida para buscar las satisfacciones eternas que se nos ofrecen en la Biblia. Los evangelios nos dicen que mediante la gracia de Dios podemos librarnos del desaliento y de la muerte, para alcanzar lo que San Pablo llamó: «la gloriosa libertad de los hijos de Dios».
¿Qué optimismo mayor puede causarnos el saber que nosotros, insignificantes mortales, podemos aspirar a una grandeza tan abrumadora? ¿Cómo es posible que cualquier hombre, después de haber alcanzado concebir por un instante los misterios del universo que el profeta Isaías llamó: «la vida del alma», pueda jamás volver a tomar en serio la fama, el dinero, los placeres sensuales o cualquiera de los engaños que diariamente se nos ofrecen a través de los periódicos o canales de la televisión? Escuchemos por un momento el testimonio rendido por un hombre muy exitoso, el distinguido periodista, autor y locutor británico, Malcolm Muggeridge, quien recientemente nos visitó en las instalaciones de Hillsdale:
«Yo creo que podría pasar por un hombre relativamente exitoso. La gente ocasionalmente me mira en la calle al pasar. Eso es fama. Con bastante facilidad ganó lo suficiente para ser incluido en los estratos más altos de la clasificación para la recaudación de impuestos, lo cual puede pasar por éxito. Con dinero y fama, aún los viejos si quieren, pueden participar de las diversiones de moda, lo que puede interpretarse por goce. Puede que de vez en cuando algo que yo haya dicho, haya tenido algún impacto serio. O sea que he tenido éxito. Sin embargo, y les ruego que me crean. Si suman todos mis pequeños triunfos y el resultado lo multiplican por un millón, no es nada. Más bien es un estorbo en comparación con el «agua viviente» que Cristo ofrece a los que sufren de sed espiritual..
Lo que creo que Muggeridge tenía en mente, es que llega el momento en que todo hombre debe preguntarse a sí mismo qué finalidad tiene su vida. Llega el momento en que el éxito no puede ser medido por las sumas de dinero (cada vez crecientes) alcanzadas ni por el sexo, ni el poder, ni la fama. En realidad llega el momento en el que lo que el mundo traduce por «felicidad» produce sólo hastío y desesperación.
Nuestra época no se muestra acorde con dicha evaluación. Nosotros creemos en el PROGRESO con letras mayúsculas. Un progreso que se define por más y más bienes materiales, más y más gratificaciones instantáneas, tanto físicas como emocionales. La ciencia nos ha dado tantas cosas, ¿por qué no acudir a ella para que nos lo dé todo? Viajamos más rápido que el sonido. Hemos visitado la luna; podemos enviar imágenes a través del éter en fracción de segundos; satisfacer cada necesidad física desde manteca de cacahuates hasta las medicinas más sofisticadas. ¿Por qué no podemos proveernos de la vida eterna? Ya nos sentimos tan seguros de haber alcanzado un control final sobre la vida y la muerte, que nos atrevemos a decidir quiénes de las criaturas por nacer han de vivir y quiénes habrán de morir. Ya logramos reemplazar los órganos gastados o enfermos de algunos hombres, con órganos saludables arrancados de la carne viva de otros hombres. Es así como nos prometemos una clase de vida eterna. Quizás la ciencia logre triunfar sobre la muerte misma, según el Dr. Christian Bernard parece prometernos.
Y es así como juguetonamente tratamos de forjar nuestro propio cielo en este mundo, alegremente ignorando el único aspecto de la vida que ni la ciencia, ni el éxito, ni la prosperidad, nos puede dar, o sea:una razón para existir.
Escuchemos nuevamente a Malcolm Muggeridge, uno de mis autores favoritos cristianos mientras describe la reacción de un futuro historiador a la actitud titerelezca de nuestra época: «Visto en retrospectiva después de los siglos, parecerá aún más cómico de lo que nos parece hoy, aunque me imagino que el historiador se verá en dificultad para explicarse qué hubo detrás de este abandono a la fantasía que le revelará su estudio. En su interior dirá: «No pueden realmente haberse engañado con esta ilusión de progreso que tanto mencionaban». «No pueden haber creído que realmente significaba algo y que la felicidad consistía en mayor número de carreteras y el bienestar en un siempre creciente producto bruto. Ni que las píldoras anticonceptivas, el divorcio fácil y el aborto eran conducentes a la felicidad de las familias y que el sexo y los barbitúricos eran conducentes a noches tranquilas y restauradoras».
Como substituto moderno al sentido de identidad personal y de responsabilidad individual como razón de ser, se promueve la noción de una regeneración colectiva. Esta es la era del comunismo, del socialismo, del estado benefactor, de la gran sociedad. Ingenuamente creemos que podemos buscar en el colectivismo la solución de nuestros problemas, para apaciguar nuestra conciencia y crear así la última versión de un paraíso terrenal.
El resultado histórico de tales experimentos de colectivización han sido uniformemente desastrosos. La política colectivista parece engendrar problemas, no solucionados. Cuando este nuevo colectivismo nos falle, ¿en qué dirección buscaremos? ¿Qué es lo que nos queda a lo que podamos recurrir? Sólo una cosa: Nuestra fe como cristianos.
Una de las grandes tragedias de nuestro tiempo es que una gran parte de los dirigentes cristianos han elegido apartarse del mensaje de salvación de la iglesia tradicional, y sustituir una religión social en su lugar. Tales eclesiásticos predican soluciones colectivas a todos nuestros problemas, ofreciéndonos el cielo en la tierra como un substituto para los verdaderos valores cristianos. Al actuar así dichos eclesiásticos se apartan de Dios mismo.
El gran economista suizo Wilhelm Roepke, era un hombre profundamente religioso. Combatió durante la primera guerra mundial y fue el primer intelectual exiliado por Hitler. «Por más de un siglo» escribió, «hemos hecho un esfuerzo desesperado, pero cada vez más abiertamente proclamado, de pasarla sin Dios. Es como si quisiéramos añadir a las ya conocidas pruebas de la existencia de Dios, una nueva prueba aún más final y convincente. La destrucción universal que resulta del asumir la no existencia Divina. El génesis del mal que sufre nuestra civilización descansa dentro del alma individual y sólo puede ser vencida ahí mismo». Roepke tenía perfecta razón. Y si el cuidado de las almas no es el principal y primordial fin de la iglesia, ¿cuál, en nombre de Dios, es entonces el fin de la iglesia?
Sin embargo, muchos eclesiásticos parecen haber excluido a Dios de sus cálculos. En un sector de la iglesia contemplamos esta paradoja. Su concepto actual contempla al mundo como algo existente de por sí y reduce al hombre a simple peón desligado de toda conexión con un mundo trascendental. Desprovisto de su dimensión cósmica, el hombre ha quedado despersonalizado. Privado de su naturaleza como criatura de Dios, ha quedado reducido a la dimensión de ser una simple unidad de una sociedad colectiva que lucha por conservar los vestigios de su humanidad mientras que el mundo atraviesa por una era de crisis.
Es interesante observar que esta época seglar ha recuperado una palabra que había sido borrada del vocabulario religioso, la palabra «soul» («alma»). Ahora contamos con la «música del alma», «alimentos del alma», «hermanos del alma». Pero nos dice algo el hecho de que la palabra ha sido renovada como adjetivo y no como sustantivo.
Muchos de nuestros auto-denominados líderes cristianos parecen insistir en que, en contra de lo que Cristo abiertamente dijo, el reino de Dios sí es de este mundo y que los tesoros se pueden ir acumulando en esta tierra en la forma de un inacabable caudal de riqueza, producido por una afluente sociedad de consumo y redistribuido correctamente por una maquinaria política colectiva. ¡Estos hombres están dispuestos a remodelar el mundo como Dios lo hubiera hecho desde un principio, si sólo hubiera contado con los fondos necesarios!
Quizás sea oportuno hacernos una pregunta fundamental ¿cuál es la filosofía dominante en el mundo occidental actual? ¿ Será realmente tan diferente de la filosofía comunista? Conforme dijera Whittaker Chambers: «El occidente cree que el destino de la humanidad es la prosperidad y una super abundancia de bienes. Dicha opinión concuerda con la del Politburó». Chambers continuaba sugiriendo que dicha filosofía materialista domina las mentes y los corazones de muchas de nuestras iglesias y golpea de lleno en las bases mismas de nuestra sociedad.
Claro que también debemos preocuparnos por alcanzar una sociedad tan perfecta como sea posible en este mundo. Deseamos alimentar, educar y cuidar a nuestros hijos. Pero también debemos recordar que la buena sociedad nunca es más que el reflejo de una apropiada concepción moral por parte de los individuos que componen el orden social. El comunismo, el socialismo, el estado benefactor, toda clase de colectivismo prometen darnos el cielo en la tierra, pero no pueden cumplir porque niegan el concepto cristiano del alma individual que es en lo que la verdadera felicidad y el éxito deben fundarse. Para tener éxito, nuestros arreglos, tanto económicos como sociales deben concordar con el sentido cristiano del individuo.
El concepto bíblico de la religión considera al mundo como una creación de Dios, quien tras de terminar su obra, la contempló y vio que estaba buena. Dicho concepto considera al hombre como criatura que guarda una relación única con Dios, ya que ha sido formada a su propia imagen y semejanza lo cual significa que el hombre posee el libre albedrío y el don de ser amo de sus acciones. A este ser libre se le dio dominio sobre la tierra con la admonición de que fuera fructífero y se multiplicara. Se le ordenó que trabajara para alcanzar su sustento, también se le hace administrador de todos los recursos terrestres y se le hace responsable de su uso económico. Se le ordena respetar la vida de su vecino y no codiciar sus bienes. El robo es un mal porque contraviene el bien de la propiedad.
A la pobreza se le debe vencer a través de una mayor productividad, y en ninguna otra forma; y una sociedad de hombres libres es mayormente productiva que cualquier otra. De lo que resulta que para maximizar la producción y disminuir la pobreza, los hombres deben ser libres para perseguir sus propios fines, incluyendo sus metas económicas siempre que obren dentro de los límites fijados por la ley. La prosperidad es, en efecto, un resultado marginal de la libertad. Limítese el gobierno al papel que le corresponde, a manera de que los hombres no se vean coaccionados en sus relaciones personales incluso sus arreglos económicos y el nivel general de vida se mejorará.
Cuando llega a prevalecer este punto de vista, están sentadas las bases para una libre y próspera comunidad, pero vale la pena recordar que la Ciudad Terrestre no es un fin en sí, sino únicamente el campo de prueba para la Ciudad Celeste.
Si realmente queremos alcanzar la buena sociedad en esta vida, debemos trazarnos las metas apropiadas, o sea atender al individuo y a sus capacidades espirituales. O para decirlo en otra forma, aunque no nos es posible disfrutar en esta vida de la salvación eterna, podemos alcanzar una sociedad satisfactoria a través de tener primero en mente la búsqueda de la salvación eterna.
Junto con Malcolm Muggeridge otro de mis autores cristianos favoritos era C. S. Lewis. Estoy profundamente endeudado a ambos por las ideas hoy bajo discusión. Profesor de literatura medieval y renacentista, tanto en la Universidad de Oxford como en la de Carnbrldge, Lewis escribió una vez: «Pon tu mira en este mundo y nada alcanzaréis pero, ponla en el mundo futuro y este mundo se os dará por añadidura». O como dijo en otra ocasión: «Creo que nadie descubrirá que la tierra haya sido un lugar muy alejado. Creo que quien haya escogido como su meta la tierra en lugar del cielo, hallará a la larga que era sólo una parte del infierno. Mientras que, colocada en lugar secundario al cielo, puede hallarse desde un principio convertida en el cielo mismo».
La libertad, tanto la de este mundo como la del otro; deben de andar conjuntas, Dios nos hizo así.
Esta conclusión obvia, es (claro está), negada por todos los colectivistas. Las metas del colectivismo involucra la reducción de la persona humana al nivel de un niño mimado por el estado. El estado se convierte así en un dios mortal que no puede permitir que la lealtad de sus ciudadanos se divida entre lealtad a él y lealtad a un orden superior, cuya majestad trasciende este mundo visible. A Dios se le debe eliminar, y en igual forma el estado colectivista debe rechazar la idea de un orden moral independiente; lo bueno y lo malo son lo que el estado ordene y el estado jamás podrá equivocarse.
Como cristianos debemos combatir al colectivismo y sus metas, basados en nuestra convicción como cristianos que toda persona tiene un destino más allá de lo social; y que cada uno de nosotros tiene un alma, por cuya salud es responsable finalmente a Dios. ¿Y esto qué tiene que ver con nosotros? Aunque el Hijo de Dios puede desdeñar el mundo y el poder político, ¿cómo podemos nosotros infelices y débiles mortales, aspirar a hacer lo mismo? Esto es lo glorioso de nuestra experiencia como cristianos Cristo nos ha dado a cada uno la oportunidad de hacer lo mismo que El. Y lo que es más, su sacrificio nos ha dado la gracia para hacer lo que El hizo.
Sin embargo, resta con nosotros el tomar la decisión, cada uno de nosotros escoge de nuevo día a día.
Las reglas para hacer nuestra selección son realmente simples: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el primero y mayor de los mandamientos, y el segundo es como el primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen la Ley y todos los profetas.
C. S. Lewis nos ha recordado que esta promesa y esta responsabilidad son aplicables a cuanta persona con la cual nos topemos.
«Es cosa seria» dice, «vivir en una sociedad de "posibles dioses y diosas"». El recordar que la persona más torpe y menos interesante que conocemos, pueda llegar algún día a ser alguien a quien si lo estaríamos viendo ahora, estaríamos dispuestos a adorar o si no que puede llegar a ser de un horror y corrupción tal, capaz de aparecer sólo en una horripilante pesadilla. Día a día contribuimos a llevar a cada uno de nosotros a cualquiera de dichos destinos. A la luz de dichas posibilidades abrumadoras y con el respeto y la circunspección debidas, debemos conducir todo trato los unos con los otros, en nuestras relaciones de amistad, en nuestras relaciones amorosas, durante nuestros juegos o durante nuestros contactos políticos. No existe gente común. Jamás habéis hablado con un simple mortal. Las naciones, las culturas, las artes, las civilizaciones son mortales y su vida en comparación a la nuestra es como la vida de un mosquito. Pero las personas con las que bromeamos, trabajamos, nos casamos, vemos de menos o explotamos, son inmortales. De horripilante o esplendorosa inmortalidad. Si descontamos al Santísimo Sacramento, nuestro vecino es lo más sagrado que puede estar presente a nuestros sentidos.
Pensad en la enorme responsabilidad involucrada en nuestro trato diario con cuantos os rodean. Pensad en nuestra enorme responsabilidad al enfrentarnos con el mismo Dios. ¿Quién de nosotros lo podrá hacer? ¿Quién podría abordar dicho camino? Todos podemos abordarlo, porque nadie lo camina solo. Tenemos un acompañante dispuesto a andar a nuestro lado paso a paso.
Cada uno de nosotros debe primero desear su compañía. El viene a cada uno de nosotros. Mide nuestra conducta y transforma nuestra vida y trabajo uno por uno. Por tal razón, jamás ha existido mayor peligro a nuestras almas inmortales que el colectivismo y materialismo de la era actual, colectivismo y materialismo que disfraza la tarea puramente individual y espiritual que tenemos ante nosotros y que deberemos de realizar si queremos salvar nuestras almas inmortales.
Fe en la libertad, libertad en la fe. Estas palabras vitales rezan lo mismo en ambos sentidos. Debemos de gozar de libertad individual porque nuestra fe nos exige el poder tomar decisiones individuales. En igual forma, sólo en la fe es posible la verdadera libertad, porque sin fe en Dios, somos esclavos de nuestras pasiones y de nuestra propia oscuridad interior.
Malcolm Muggeridge frecuentemente describe nuestra condición humana como amaniatada y encadenada en una celda obscura. Las cadenas las constituyen nuestras esperanzas y deseos mortales. La celda obscura la constituye nuestro ego, cuya oscuridad y pequeña dimensión nos confina. Cristo nos enseña cómo escapar, rompiendo las cadenas del deseo que nos atan e introduciendo una ventana en nuestra celda por la cual poder atisbar gozosamente el vasto panorama de la eternidad y la radiante brillantez del amor Divino universal. Ningún panorama de la vida, como yo mismo pueda dar fe, puede ser más diametralmente opuesto al panorama que prevalece hoy día, especialmente al que nos proporciona nuestro masivo medio publicitario, el cual está dedicado a la contraproposición que establece que nos es posible vivir de pan solamente y entre más pan, mejor. Sin embargo, estoy mayormente convencido de lo que lo estoy en mi propia existencia, que el concepto de vida que Cristo vino al mundo a predicar y el cual santificó con su muerte, permanece tan válido hoy día como lo fue en un principio y que todos los que así lo deseen, jóvenes y viejos, saludables o enfermos, inteligentes o tontos, educados o sin educación, pueden vivir según ese concepto, hallando en este alterado y confuso mundo, como en cualesquiera otras circunstancias y cualesquiera otros tiempos, una iluminación y serenidad imposibles de alcanzar en ninguna otra forma. Aun sucediera, como bien puede suceder, que nuestra civilización como otras tantas que la han precedido, también esté próxima a desaparecer y que la cristiandad institucionalizada desaparezca con ella, la luz encendida por Cristo seguirá derramando su brillo con idéntica luminosidad como antaño para todos aquellos que busquen escapar de las tinieblas. Las verdades dichas por El resolverán sus dilemas y calmarán sus temores, proporcionando esperanza a los desesperanzados, ánimo a los desalentados y amor a los que carecen de él, precisamente en idéntica forma que hace dos mil años; tal como ha sucedido durante los siglos transcurridos desde aquel entonces.
Intentemos entonces servir al autor de nuestra libertad, en cuyo servicio hallaremos la libertad perfecta. Amén.
Tradujo: Hilary Arathoon.
«Es fácil pensar que la lucha contra el comunismo puede ser ganada a base de fuerza militar o de tácticas diplomáticas. Estas son muy necesarias, pero sin una clara comprensión de que la base de nuestra civilización es el Cristianismo y una dedicación firme a conservar la fe en Dios, habremos de perder la guerra, no importa cuantas batallas hayamos ganado».Irving E. Howard