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Año: 27, Febrero 1985 No. 575
N. D. Roberto L. Schuettinger nació en Nueva York en 1936 y estudio en Columbia, Oxford, Chicago y St. Andrews. Estudioso ávido del pensamiento liberal, el profesor Schuettinger fue discípulo de Friedrich Hayek en Chicago y de Sir Isaiah Berlin en Oxford. El profesor Schuettinger ha enseñado en la Universidad Católica de América, la Nueva Escuela de Investigación Social y la Universidad de St. Andrews. Ahora enseña en la Universidad de Yale y es Investigador Asociado Principal del Comité Republicano de Estudios de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos.
Este ensayo es un fragmento abreviado del artículo del mismo autor titulado «Una Reseña de los Controles Precios y Salarios a lo largo de Cincuenta Siglos». (1976)
La Ilusión de control de Precios
Robert L Schuettlnger
Desde los tiempos más remotos, desde los primeros días del gobierno organizado, los gobernantes y sus funcionarios han tratado de «controlar» las economías. Aparentemente es tan antigua como la civilización misma la idea de la existencia de un precio «justo» para determinado bien o determinada clase de trabajo que el gobierno puede y debe imponer.
Por lo menos durante los últimos cuarenta y seis siglos, los gobiernos de todo el mundo han tratado periódicamente de fijar los salarios y los precios. Al fracasar sus esfuerzos, como ocurrió de ordinario, los gobiernos culparon al egoísmo y avaricia de sus súbditos.
A medida que la realidad se impone gradualmente, los planes del gobierno se modifican, luego se alteran radicalmente, y por último se abandonan en silencio y sin lamentaciones. Siendo la naturaleza humana como es, cada decenio se desempolvan los mismos planes antiguos, a menudo con un nombre diferente y se inicia de nuevo el proceso, como la primavera sigue al invierno.
El Mundo Antiguo:
Ya en la quinta dinastía de Egipto, generalmente situada alrededor del año 2800 antes de Cristo, el faraón Henku ordenó inscribir en su tumba esta leyenda: «Fui señor y vigilante del grano del sur en este reino».
Durante varios siglos, el gobierno egipcio trató de mantener el control de las cosechas de granos, sabiendo que el control de los alimentos del pueblo significaría inevitablemente el control de sus vidas. Con el pretexto de impedir la hambruna, el gobierno reguló gradualmente más y más graneros; la regulación condujo a la dirección y finalmente a la propiedad plena; la tierra se convirtió en propiedad del monarca, quien la rentaba a los agricultores.
En Babilonia, hace cerca de 4000 años, el Código de Hamurabi impuso un sistema rígido de controles de precios y salarios. Toda la economía de Babilonia estaba sujeta a una regulación minuciosa en todos sus aspectos.
Al otro lado del mundo, los gobernantes de la China antigua compartían la misma filosofía paternalista prevaleciente entre egipcios y babilonios que más tarde se observaría también entre los griegos y los romanos.
Las doctrinas económicas de Confucio enseñaban que «hay dos conjuntos de intereses, los de los productores y los de los consumidores. Pero nada afecta más marcadamente los intereses de ambas partes a la vez que los precios. Por lo tanto, el precio es el gran problema para el conjunto de la sociedad. De acuerdo con la teoría confuciana, el gobierno deberá fijar los precios mediante el ajuste de la demanda y la oferta, a fin de garantizar el costo del productor y satisfacer las necesidades del consumidor...». «Al hombre superior le corresponde ajustar la demanda y la oferta para mantener nivelado, los precios».
Los funcionarios del antiguo Imperio Chino trataban de hacer lo mismo que habían intentado siempre los miembros de su clase, y lo que se intentaría más tarde en otros tiempos y lugares. Esperaban sustituir las leyes naturales de la oferta y la demanda con su propio juicio superior acerca de lo que debieran ser la oferta y la demanda «apropiadas».
Pero como sería de esperarse, este sistema tan bien intencionado no funcionaba nunca con la perfección deseada, porque aún los mandarines son humanos y por ende están sujetos a errores y ocasionalmente a la corrupción. La dificultad principal de la administración del volumen de la producción, los precios y los salarios es que no resulta fácil que los funcionarios asuman funciones comerciales junto con sus responsabilidades políticas.
La experiencia griega
Durante la Edad Dorada de Atenas, en la época de Sócrates y Platón, los burócratas de la Acrópolis tenían menos éxito aún que sus colegas orientales en la interferencia con las leyes de la oferta y la demanda.
Por ser una ciudad-estado populosa con un pequeño interior, Atenas estaba constantemente escasa de granos, por lo menos la mitad de los cuales debían importarse de otros países. Por supuesto, el precio del grano tendía naturalmente a subir cuando la oferta era escasa y a bajar en tiempos de abundancia. Se estableció un ejército de inspectores de granos, llamados sitefilaces, para que fijaran el precio del grano al nivel considerado justo por el gobierno ateniense.
El resultado fue el que podría haberse esperado. A pesar de la pena de muerte, que el gobierno acosado no vaciló en aplicar, resultó casi imposible la aplicación de las leyes que controlaban el comercio de granos. Contamos con un discurso, por lo menos, de uno de los políticos atenienses frustrados que imploraba la pena de muerte para los comerciantes culpables. «Pero es necesario, señores del jurado», instaba el político Lisias, «castigarlos no sólo por lo que han hecho en el pasado, sino también como un ejemplo para el futuro; porque difícilmente perdurarán las cosas tal como ahora se encuentran, Y consideremos que, a causa de esta especulación muchos han sido sometidos a juicio; y son tan grandes las ganancias que obtienen, que prefieren arriesgar su vida todos los días antes que cesar de obtener beneficios injustos... En consecuencia, si ustedes los condenan obrarán rectamente y comprarán los granos más baratos; de otro modo, los comprarán más caros».
Lisias no fue el primero ni el último de los políticos que han buscado la popularidad prometiendo a la gente precios más bajos en épocas de escasez con sólo que cuelguen a unos cuantos comerciantes. En efecto, el gobierno ateniense llegó a ejecutar a sus propios inspectores que no imponían el tope de precios con celo suficiente. A pesar de las altas tasas de mortalidad de comerciantes y burócratas por igual, el precio del grano siguió aumentando cuando la demanda superaba a la oferta, y finalmente se derrumbó el sistema.
La época de los romanos
El más famoso y el más extenso de los intentos de control de precios y salarios ocurrió en el reino del emperador Diocleciano, quien no era el más atento estudioso de la historia económica griega, para desgracia de sus súbditos. Vale la pena considerar con cierto detalle este episodio, pues están bien documentadas las causas de la inflación que Diocleciano trataba de controlar y los efectos de sus esfuerzos.
Es probable que el marco histórico en el que debemos examinar el reino de Diocleciano haya sido el siglo desdichado e intolerable que haya padecido la humanidad a causa de las ambiciones de hombres poderosos. Fue una época marcada por la anarquía total, ya que un ejército tras otro atravesaba en pleno pillaje las provincias del Imperio. La lucha por el poder y el mantenimiento de grandes ejércitos para conservarlo condujeron a la bancarrota total del Imperio. En varios intentos por satisfacer los requerimientos enormes del gobierno y del ejército, los emperadores sucesivos apilaron impuesto sobre impuesto, confiscaron la riqueza de los oponentes y acuñaron cantidades enormes de una moneda que cada vez valía menos. En suma, era claro que el Imperio se estaba derrumbando en medio de la miseria y la confusión, la bancarrota y la anarquía.
El instrumento principal de la villanía era sin duda alguna la depreciación de la moneda. Durante el periodo de cincuenta años que terminó con el gobierno de Claudio Victorino en el año 268 después de Cristo, el contenido de plata de la moneda romana bajó a su nivel original dividido por cinco mil. Con el sistema monetario en completo desorden, el comercio exterior que había sido una de las glorias del Imperio quedó reducido al mero trueque y la actividad económica se había estancado. La clase media estaba casi paralizada y el proletariado se hundía rápidamente hacia la servidumbre. En el terreno intelectual, el mundo había caído en una apatía de donde nadie podía arrancarlo. El emperador Diocleciano afrontó este estancamiento intelectual y moral, y se dio a la tarea de reorganizar su Imperio con gran vigor. Desafortunadamente, su celo era mayor que su entendimiento de las fuerzas económicas a las que se enfrentaba.
Tratando de superar la parálisis asociada a la centralización de la burocracia, Docleciano descentralizó la administración del Imperio y creó tres nuevos centros de poder bajo tres «emperadores asociados». Dado que el dinero carecía por completo de valor, inventó un sistema de impuestos basados en pagos en especie. Por la vía de la ascriptiglebae, este sistema destruyó por completo la libertad de las clases bajas, quienes se convirtieron en siervos y se ataron al suelo para asegurar el pago de los impuestos.
Pero las «reformas» más interesantes son las referentes a la moneda, los precios y los salarios. Primero se impuso la reforma monetaria y más tarde cuando se puso en claro que tal reforma había fracasado se emitió el Edicto sobre precios y salarios. Diocleciano había tratado de crear confianza pública en la moneda deteniendo la producción de monedas de oro y plata depreciadas. Devaluó el Denario la moneda de bronce del comercio consuetudinario para que tuviera la mitad de su valor anterior en términos de oro. Pero no tenía dotaciones suficientes de oro y plata para respaldar toda la moneda, y todo mundo sabía que el denario no valía lo que afirmaba Diocleciano. La gente no se engañó con la «reforma» monetaria, florecieron los mercados negros en oro y plata, y el sistema monetario «reformado» estaba al borde del derrumbe. Diocleciano se encontró entre la espada y la pared de un dilema muy familiar visto en retrospectiva.
La razón principal de la sobrevaluación oficial de la moneda era la obtención de recursos para mantener un gran ejército y una burocracia masiva: el equivalente del gobierno moderno. Diocleciano podría continuar la acuñación del denario que cada vez valía menos o reducir los «gastos gubernamentales» y reducir así la necesidad de la acuñación. En la terminología moderna, podría continuar «inflando» la economía o iniciar el proceso de la «deflación» de la economía.
Diocleciano juzgó imposible la deflación mediante la reducción de los costos del gobierno civil y militar. Por otra parte, la decisión de infIar sería igualmente desastrosa a largo plazo. Era la inflación lo que había llevado al Imperio al borde del derrumbe total. La reforma monetaria había tratado de contener el mal, y se estaba volviendo dolorosamente evidente que no podría realizar tal tarea.
El Edicto de Diocleciano
Fue en esta situación aparentemente desesperada que Diocleciano decidió continuar inflando, pero hacerlo en una forma que impidiera la aparición de la inflación. Trató de lograrlo fijando al mismo tiempo los precios de los bienes y servicios y suspendiendo la libertad de la gente para decidir lo que valía la moneda oficial. El famoso Edicto del año 301 trató de alcanzar este objetivo. Sus creadores sabían muy bien que el sistema se derrumbaría si no podían imponer un valor universal del denario en términos de bienes y servicios, un valor completamente diferente de su valor efectivo. Por lo tanto el Edicto tuvo una aplicación muy general y contenía penas severas.
Los fragmentos del Edicto que conocemos revelan que se fijaron los «valores» en términos del denario de 900 bienes, 130 niveles diferentes de mano de obra y muchas tarifas de transporte. Así se controlaban los precios de la virtual totalidad de los bienes que podrían comprar los habitantes del Imperio. Se impuso (y se ejecutó a menudo) la pena de muerte para quien vendiera sus bienes a un precio mayor. También se fijaron los salarios de todas las actividades y profesiones, y se ejecutaba a quien cobrara un precio mayor por sus servicios.
Como antes vimos, el Edicto se promulgó para contener las consecuencias inevitables y ya entonces bien conocidas de la acuñación excesiva de dinero. No hay duda de que Diocleciano sabía muy bien que la devaluada moneda y sus consecuencias eran la base de los problemas del Imperio. Este hecho se refleja en la «reforma» monetaria que inició al mismo tiempo. Tampoco hay duda de que Diocleciano trató deliberadamente de culpar de la inflación a otras personas que se habían visto arrastradas por la oleada inflacionaria. Sabía Diocleciano como lo han sabido después todos los gobiernos que el gobierno no debería aparecer como culpable de la inflación si se quería «engañar a todo el pueblo» en forma eficaz. En consecuencia, trató de culpar a los comerciantes de «fortunas inmensas que son codiciosos y amantes del pillaje». «Pues quién en tan insensible y tan escaso de sentimiento humano que no pueda saber, o que no haya percibido, que en el comercio realizado en los mercados... son tan comunes los precios inmoderados que la pasión irrestricta por la ganancia no se amortigua por las existencias copiosas ni por los años de abundancia, de modo que no hay duda de que los hombres ocupados en estos negocios planean de continuo el control de todo, hasta de los vientos y el estado del tiempo».
Hay una semejanza devastadora entre la esencia de estas observaciones y las que constituyen mil seiscientos años más tarde el lema fundamental de los gobiernos modernos que tratan de aplicar controles de salarios y precios.
Ni el Edicto ni la «reforma» monetaria tuvieron éxito. El Edicto de control de precio generó escaseces desastrosas de alimentos esenciales y fue derogado. También se derramaba mucha sangre por algunas cuentas insignificantes, y la gente ya no llevaba sus provisiones al mercado porque no podía obtener un precio razonable por ellas, y esto aumentó de tal modo la escasez que se derogó finalmente la ley, después de haber causado la muerte de muchas personas.
Menos de cuatro años después de la reforma monetaria asociada al Edicto, el precio del oro en términos del denario había aumentado 250 por ciento. Diocleciano no había podido engañar al pueblo, ni había podido suprimir la capacidad de la gente para comprar y vender como mejor le conviniera.
Sin embargo, la irresponsabilidad fiscal continuó y en unos cuantos años, este proceso había generado un aumento de dos mil por ciento en el precio del oro en términos de denarios: El intento de Diocleciano por controlar la economía terminó en un fracaso completo y él mismo se vio obligado a abdicar. Pero, menos de sesenta años más tarde, su sucesor, el emperador Juliano, volvía a las andadas. El nuevo emperador adoptó una medida muy peligrosa y de dudoso valor cuando fijó, por autoridad legal, e. valor del trigo (de los granos). Decretó que, en una época de escasez, el trigo debería venderse a un precio que raras veces se había visto en los años de mayor abundancia; y que su propio ejemplo podría fortalecer sus leyes (envió al mercado una gran cantidad de su propio grano al precio fijado). Las consecuencias podrían haberse previsto y pronto se hicieron sentir. Los comerciantes compraron el barato trigo imperial; los propietarios de la tierra, o del trigo, no enviaron a esa ciudad la dotación acostumbrada, y las pequeñas cantidades que aparecían en el mercado se vendían en secreto a un precio alto e ilegal.
La experiencia de Juliano, como la de su antecesor Diocleciano, demostró de nuevo que los esfuerzos tendientes a controlar las leyes de la oferta y la demanda producen efectos exactamente contrarios a los buscados
«En los países donde no hay planes centrales existe la llamada planificación democrática, de abajo hacia arriba, o de empresa. Conforme a los nuevos planes del gobierno nos estamos acercando a la llamada planificación centralizada, burocrática, o de arriba hacia abajo».Luis Pazos, RADIOGRAFIA DE UN GOBIERNO.