Año: 31, 1989 No. 688

N. D. El Instituto de Estudios Contemporáneos, de Argentina, ha publicado el libro El Estado y Yo, por Juan García (taxista)» El autor se ha colocado en los zapatos del hombre común, del ciudadano de clase media, que de pronto se ha dado cuenta que el Estado ya no le sirve, sino le explota.

EL ESTADO Y YO

Por F. A. Fernández Sasso

Mi nombre es Juan García; hijo de Pedro y Margarita Sambuseti. Soy Argentino, casado, padre de dos hijos. He sido carpintero, tengo título de técnico en electrónica y por falta de oportunidades de trabajo en lo que es mi profesión, me gano la vida manejando un taxi.

Vivo en una casa baja, con dos patios, que construyó ladrillo sobre ladrillo mi abuelo Nicanor. Aquí me crié, aquí nacieron mis hijos y aquí, si Dios quiere, terminaré mis días.

Como dije, soy Argentino, con mayúscula; siempre quise y siempre querré a la patria que me vio nacer, por eso me duelen sus sufrimientos y su decadencia. Tengo más de 50 años y soy testigo de esa decadencia, la he vivido con dolor año a año desde que tengo uso de razón.

Hace dos semanas que estoy en cama, enfermo de hepatitis. Parece que el agua que consumimos, aquel líquido incoloro, inodoro e insípido, del que nos hablaban en la escuela, no es tal; que las cañerías han sobrepasado hace muchos años su vida útil y que todo el cloro y otras sustancias químicas que le agregan y nosotros pagamos, no son suficientes para purificarla.

Debo agradecer a esta inactividad forzosa, ya que me ha dado tiempo para escribir, con ayuda de mi familia y mis amigos, lo que hace muchos años vengo «masticando».

Muchos me dicen que somos los Argentinos los responsables de esta debacle; yo creo que hemos sido (y seguimos siendo) engañados. Nos han vendido un buzón pintado de azul y blanco, y ese buzón que nos vendieron y desgraciadamente hemos comprado se llama: «ESTADO».

Nadie me va a hacer creer que los miles de funcionarios que hemos tenido en los últimos 50 años han sido todos incapaces o sinvergüenzas. Lo que está mal es el sistema que ha permitido a unos pocos, escudados a veces en el sable y a veces lamentablemente en las urnas, sentirse «dioses infalibles» decidiendo, desde sus lujosos despachos, sobre el presente y el futuro de todos los Argentinos. Así estamos, a contramano de la historia, asistiendo impotentes al espectáculo del progreso de otros y de nuestro retroceso. Con un «estado» cada vez más grande y un país cada vez más chico.

Voy a exponer mis agravios personales contra el «estado».

Soy un trabajador, pero mi voz sale como la de cualquiera. Quien me quiera escuchar que me escuche; quien no, que siga buscando afuera la culpa de los males que nos vienen de adentro. Siempre es más fácil echarle la culpa a otros de nuestros propios errores.

Yo acuso al «estado» como responsable de los momentos más penosos de mí vida: en febrero de 1951 (tenía yo diecisiete años) decidieron mis padres tomarse sus primeras vacaciones. Sacaron pasajes en el ferrocarril con la intención de pasar unos días con mis abuelos Sambuseti que trabajan como colonos en Córdoba. Recuerdo como si fuera hoy el día de su partida. Como los asientos eran numerados y mi padre había sacado los pasajes con mucha anticipación, se dedicó esa mañana a terminar unos trabajos pendientes Llegaron a la estación cuarenta minutos antes de la salida del tren y al subir al vagón encontraron que sus asientos estaban ocupados.

La explicación del guarda fue que el tren estaba «sobrevendido», los ocupantes no tenían culpa, puesto que sus pasajes tenían la misma numeración. La solución: «Presentar una nota».

Como mis viejos estaban con ánimo festivo aceptaron ubicarse en otros asientos, pero mí abuelo, que no se llevaba bien con «estados», «funcionarios» y discutía frecuentemente con mi padre, que era peronista, no perdió la oportunidad y le dijo:

Ahí tienes, éstos son los ferrocarriles, del «estado».

Bueno, al menos son nuestros le contestó mi padre.

Nuestros nada, son del «estado», no nuestros siguió mi abuelo.

¿Y no es lo mismo?

Qué va a ser lo mismo; sí fueran realmente nuestros no pasarían estas cosas.

El llamado de la locomotora cortó aquel diálogo y, con una hora de retraso, partió el tren.

Fue la última vez que vi a mis padres.

Cuando regresaban de Córdoba, el 18 de marzo de 1951, a las 8:25, por exceso de velocidad, por falta de mantenimiento de las vías o sabrá Dios por qué, ya que nunca se publicaron los resultados de la «investigación», a la altura de la estación Thea descarriló el tren y los dos perdieron la vida.

Yo acuso al «estado» por su ineficiencia y su torpeza. Porque hace mal todo lo que hace, perdimos lo que había costado 50 años construir. En 1960 había serios problemas con la luz, cortes permanentes, baja tensión. Mi abuelo tenía un taller de carpintería en el que trabajó mi padre hasta su muerte y al que nos incorporamos después mi hermano Oscar y yo. Habíamos comprado un elevador de tensión ya que sin él las máquinas no funcionaban prácticamente nunca.

Un día mientras almorzábamos los vecinos nos avisaron que salía humo del taller. Salimos corriendo; mi abuelo y mi hermano, al intentar detener el fuego que se había producido por un momentáneo exceso de carga en la línea, y yo a llamar a los bomberos. Corrí desesperado esas tres cuadras hasta el lugar donde estaba (y sigue estando) el único teléfono del barrio. Cuando media hora después llegaron por fin los bomberos, el fuego se había extendido a pesar de todos nuestros esfuerzos. ¡Con qué impotencia, con qué desesperación comprobamos que la presencia de los bomberos era inútil! No había presión en las cañerías y un chorrito de agua insignificante salía apenas por las mangueras.

Así consumieron las llamas el fruto de 50 años de trabajo.

Yo acuso al «estado» que según sus defensores fue creado para proteger a los ciudadanos, por el absoluto desprecio que demuestra por aquellos a los que dice defender.

En 1973 mi abuelo Nicanor cumplió 93 años y andaba todavía de un lado al otro. Yo trabajaba en una fábrica de televisores y Mabel, mi señora, en una oficina; mis hijos iban a la escuela, así que él quedaba a cargo de la casa.

Una mañana de invierno, viendo que teníamos poco kerosene para las estufas, se fue con un bidón a hacer la maldita cola de la estación de servicio. Como el kerosene escaseaba vendían sólo cinco litros por persona lo que no alcanzaba para nada; así que volvió a caminar las cinco cuadras llevando otro bidón. Hacía mucho frío y esa noche tocó bastante. Le pedimos que se quedara en la cama y mi hija faltó al colegio para acompañarlo.

Ese día le tocaba cobrar la jubilación y en un descuido de mi hija se escapó al banco. Tenía en la obligada cola muchos amigos; compañeros de desgracia a los que él llamaba «tontos como yo que debemos hacer cola para que nos devuelvan una ínfima parte de lo que aportamos al «estado» en 50 años de trabajo».

La fila era de casi dos cuadras y bajo la lluvia. Cuando regresó a casa volaba de fiebre. Les ahorro el final porque ya lo habrán imaginado.

«¿Qué es la patria? ¿Sus historias? ¿Sus batallas? ¿ Su escudo, la bandera, la escarapela, el himno, la moneda? Para mí la patria es la gente. El pueblo, ustedes, yo. Por eso la patria es grande si la gente es feliz. La inflación es un cáncer que provoca decadencia, mediocridad, arruina a los pobres y los transforma en miserables».

Juan Carlos García (taxista), 1988