Año: 36, Enero 1994 No. 789
N. D. A partir del presente Año Nuevo, Tópicos de Actualidad se presentarán en un folleto mensual. El nuevo formato será más extenso y cubrirá por lo menos dos ensayos sobre un solo tema de actualidad. Durante el mes de enero se tratará el tema monetario. En Guatemala, el peligroso juego monetario que se está instaurando puede resultar en una empobrecedora cadena de inflación, si no se toman las medidas correctivas.
Sentido Monetario
Por Giancarlo Ibárgüen S.
El control político del dinero es, siempre y en todo lugar, un peligro. El peligro se acrecienta en la medida que las ideas mercantilistas, keynesianas y cepalistas dominan la opinión pública y el gobierno de la nación. Estas ideologías, prevalecientes hoy día en una proporción dominante de políticos, han sido descartadas desde sus inicios por la ciencia económica pero no así en la práctica política de la economía, especialmente en materia monetaria. Dentro de esta última, la política inflacionaria es la que históricamente ha sido la más popular entre gobernantes. El peligro del control político monopólico del dinero es la tentación inflacionaria que obligadamente conlleva.
El gobierno, como ejecutor del presupuesto nacional, ejecuta los gastos y de las inversiones públicas, por un lado, mientras que, por otro, impone gravámenes fiscales para sufragar estos últimos. Para evitar la inflación, los ingresos deben cubrir los egresos, esto es, debe balancearse el presupuesto. Ese es precisamente uno de los objetivos fiscales que se pretende alcanzar dentro de una política económica sana. Sin embargo, por razones lógicas y muy humanas, el actuar político tiende a ser contrario a ese objetivo. La opción primaria de los gobernantes de turno es usualmente elegir el camino más seguro para sumar votos a su partido en las elecciones. ¿Cómo? Ofreciendo el cielo y la tierra a burócratas y electores mediante el aumento de gastos (por ejemplo, otorgando mayores beneficios a los empleados públicos) e incrementando las inversiones «sociales» en obras visibles y llamativas.
Pero, ¿quién ha de pagar el aumento del gasto público y de las inversiones sociales? Es difícil e impopular exigir el pago de impuestos a la ciudadanía (más aún cuando el contribuyente no confía, ni cree, ni teme, a las autoridades). Exigir impuestos para cubrir el presupuesto, significa perder votos en las próximas elecciones. El gobierno tampoco puede acumular deuda tras deuda pues, si lo intenta, pronto cae en la bancarrota. De ahí la explicación de la recurrente enfermedad del «desequilibrio fiscal».
Por consiguiente, la inevitable tentación del incremento del gasto público se termina financiando con un fácil (políticamente hablando) aumento de la masa monetaria. Con inflación. Así y todo, los incentivos políticos, contrarios a una función «de responsabilidad fiscal», son poderosísimos y conducentes a un proceso de irresponsabilidad inflacionaria. En efecto, el gobierno goza del apoyo (a la fuerza o no) de su banco central y no cuenta con la voluntad política de aumentar impuestos.
A final de cuentas, el gobierno dirige su gestión aumentando el gasto público para satisfacer las demandas, reales o así percibidas, de grupos de interés (léase asociaciones gremiales de cualquier naturaleza, sindicatos, burócratas, etc.). Como regla general, los intereses de grupo auspiciados por el sistema político son dañinos. En la medida que los gobiernos se empeñan en hacer algo, en esa medida hacen daño. Las intenciones serán buenas (¿no está el camino al infierno pavimentado de buenas intenciones?) Los efectos serán en buena medida contrarios a las intenciones del gobierno y contraproducentes al interés común de los miembros de la sociedad. ¿Por qué? Los grupos de interés, ojos abiertos y oídos atentos, descubren en poco tiempo la suma monetaria que el gobierno planifica dedicar a la consecución de esos objetivos bien intencionados. Desde de ese momento, el gobierno, por puras fuerzas políticas, no puede dejar de servir esos intereses sectoriales con menoscabo del bien común. El incentivo de los gobernantes es, pues, dirigir su poder en beneficio de grupos particulares con el fin de mantener el control político. Ese incentivo refleja, nuevamente, la opción política por el camino fácil del aumento desmedido del gasto público. La ecuación pareciera ser fatídicamente desigual en favor de la política inflacionaria. Y no tiene por que serlo, veamos.
Si el objetivo es crear una moneda estable, debemos proteger el dinero de las vicisitudes, necesarias e inevitables, de la política. Sin la convicción generalizada de una mayoría de guatemaltecos de que es necesario contener el presupuesto dentro del marco de la realidad fiscal, y de que eso tiene un costo presente, pero cuyo efecto es la estabilidad monetaria, sin esa premisa, no hay esperanza que los políticos en el poder resistan la tentación de inflar para cubrir los aumentos del presupuesto (¿mayor corrupción?). Me temo que aún una prohibición constitucional al banco central de otorgar préstamos al gobierno central, aunque es un gran avance, no nos protege un cien por cien del abuso político del dinero monopólico. Por lo cierto, lo único que debe el gobierno hacer para sobrepasar la prohibición constitucional es declarar un estado de emergencia. Esto es llevar al enfermo a un cuarto infectado de virus. (iRecordemos que el Comité de Emergencia Nacional, creado luego del terremoto del 76, aún sigue en funciones con un interesante presupuesto!).
Para los políticos la inflación es, en efecto, dinero barato «cortesía» del banco central. ¿Cómo, entonces, despolitizamos al dinero?
El problema no es tanto el derecho de los gobiernos a emitir moneda como el poder monopólico de hacerlo. Ahí el meollo del problema. Las leyes monetarias del país otorgan al Banco de Guatemala el derecho exclusivo y excluyente de emisión monetaria. Decir que el quetzal es moneda de curso legal, es decir que el gobierno forza el uso y aceptación del quetzal. En moneda, los guatemaltecos no somos libres de escoger lo que mejor nos parezca (esto es, la moneda más estable, más confiable, más aceptable, etc.). El gobierno nos obliga (¿condena?) a aceptar y usar la moneda monopólica por ley, el quetzal.
¿Por qué no nos deja el gobierno en libertad de escoger libremente la moneda que queramos usar? Los guatemaltecos deberíamos tener el derecho de realizar contratos mercantiles denominados en dólares de E.U.A., libras esterlinas, marcos alemanes, . .., u oro. No hay razón, ni teórica ni práctica, que justifique el monopolio estatal de la moneda. ¿Hay derecho que el gobierno nos prohíba hacer operaciones mercantiles, libres-pacíficas-y-voluntarias, en la moneda escogida, libre-pacifica-y-voluntariamente, entre las partes?
La competencia de monedas es el mejor control para evitar lo que, en las circunstancias actuales, parece un destino fatal: La Inflación. La competencia permite a los consumidores rechazar aquellos productos que no les parezcan ya sea por precio, calidad o localización. Dejar a los guatemaltecos en libertad de escoger la moneda, es dejar que los guatemaltecos rechacen aquellas monedas que no cumplen con sus exigencias de calidad monetaria (es decir, una moneda estable, con aceptabilidad, confianza en permanencia de su valor, etc.). Es, por otro lado, un fuerte incentivo para que las autoridades monetarias y, principalmente, los políticos se abstengan de seguir la ruta de bajada, fácil, de dinero barato. No basta con pedir la autonomía del Banco Central. No es suficiente prohibir los préstamos al Estado. Los guatemaltecos transaremos con moneda estable únicamente en un ambiente de competencia de monedas.
¿Por qué temen las autoridades del Banco de Guatemala (o los políticos) la competencia de monedas extranjeras? ¿Por falta de competitividad? ¿Por «orgullo nacional»? ¿Por qué? ¿A qué costo?En torno al proyecto de modernización financiera del país, tecnócratas y políticos deberían medir, en todo su peso y volumen, los gravísimos problemas inflacionarios que acarrea un sistema de banca central monopólico. No es tan solo la pérdida de poder adquisitivo (sobre todo para la mayoría de la población de escasos recursos) sino más bien la distorsión que provoca en la asignación de recursos. Los precios relativos de los bienes y servicios se ven afectados en diferentes proporciones en un proceso inflacionario. No suben (o bajan) todos los precios mismo tiempo ni en la misma proporción. Esto crea ineficiencias económicas que, en el momento de ajuste, causan desempleo.
El problema del control monopólico del dinero no es tan solo político. También lo es de naturaleza económica. Pudiera independizarse ¿autonomizarse? la banca central. La cual, a su vez, pudiera establecer una política de inflación cero por considerarse una política monetaria sana. En cuanto se pone en marcha esta política «sana», el banco central debe contraer o aumentar la base monetaria según sea el caso para mantener la inflación cero. Esta intervención afecta drásticamente los precios relativos de los bienes y servicios, un efecto a todas luces contraproducente. Los precios son mensajeros de información y cambian constantemente por diferentes causas (por ejemplo, cambios climáticos, aumento de la demanda, disminución de la oferta, etc.). Así, una bonanza natural puede provocar una baja sustancial en el precio del trigo, por lo que bajaría la harina, el pan y un gran número de productos derivados y complementarios. ¿Debe entonces inflar el banco central para compensar esta caída de precios?
O considérese otro caso. Un incremento generalizado en la productividad tiende a bajar los precios (o, lo que es lo mismo, a subir el poder adquisitivo de la población). Un banco central que, por enfocar su gestión al objetivo de inflación-cero, sigue una política inflacionaria durante un período en el cual la productividad está aumentando la manera generalizada en la economía, arrojará resultados económicos catastróficos. Esto es lo que efectivamente ocurrió en los EE. UU. durante los años veinte. Fueron años de aumentos sin precedentes en la productividad industrial y durante los cuales los precios generales permanecieron casi constantes. Si la Reserva Federal no hubiera inflado durante los años veinte, los precios necesariamente hubieran bajado. El desajuste de precios relativos la consecuente mal-asignación de recursos provocó una crisis económica de proporciones históricas, Gran Depresión de los años 30.
Viéndolo retrospectivamente, nuestra visión es 20/20. La Reserva Federal no debió inflar durante los veinte. Punto. Enunciado de historia económica irrefutable y categórico. Punto y aparte es indicarle a Alan Greenspan, Presidente actual de la Reserva Federal, qué hacer hoy. En economía es imposible predecir futuros acontecimientos con toda certeza. Nuestra visión del futuro tiende a 0/0. El futuro es impredecible. Y, para que la banca central funcione, el requisito número uno es que el futuro sea predecible. Dejar el control del dinero en manos políticas y monopólicas, es condenarnos a una recurrente serie de equivocaciones a muy elevados costos sociales.
Así que la mejor opción monetaria no la puede ofrecer la banca central, autónoma o no, ya que ésta implica concentración de poder monopólico. La banca central, para funcionar de acuerdo con sus propios objetivos, debe poseer omnisciencia financiera, económica, social, política, etc. Los límites de nuestro conocimiento, nuestra ignorancia del futuro, imposibilitan esa tarea. Unicamente un proceso de prueba y error, de competencia, permite la búsqueda constante de las mejores opciones monetarias. Debemos cambiar de mentalidad cerrada que diseña a sistema monetario como una organización (centralizado, sistematizable, monopólico) a una mentalidad abierta que concibe el fenómeno monetario como proceso (dinámico, descentralizado, libre y competitivo). Por otro lado, la concentración de poder monetario en una sola institución es, potencialmente, fuente de corrupción fiscal al gastarse más recursos que los contribuyentes aceptan pagar al gobierno a cambio de sus Servicios.
Sentido monetario es, en conclusión, dejar que los guatemaltecos gocen de una soberana autonomía escogiendo, libre y voluntariamente, la moneda que mejor les parezca. La política monopólica del banco central es, por las razones expuestas, un contrasentido monetario condenada a seguir fracasando.
Inflación y Riqueza
Por Henry Hazlitt (1894-1993)
Un error fácil de evidenciar y, sin embargo, tan antiguo y constante, es aquel que al confundir «dinero» y «riqueza», confiere sorprendente vigor al hechizo que emana la inflación. «Que la riqueza consiste en dinero, es decir, en oro y plata escribía Adam Smith hace más de dos siglos es una noción popular que naturalmente se desprende de la doble función del dinero como instrumento del comercio y como medida de valor. . . Hacerse rico es adquirir dinero; para ser breves, diremos que riqueza y dinero son considerados en el lenguaje común, bajo todo los aspectos, como conceptos sinónimos».
La verdadera riqueza consiste, por supuesto, en aquello que se produce y consume: alimentos, ropas que vestimos, viviendas que habitamos. Representan riqueza los ferrocarriles, las carreteras y automóviles; barcos, aviones, fábricas; los libros, pianos y cuadros de arte. Es tan poderosa, sin embargo, la ambigüedad verbal que confunde dinero y riqueza, que incluso quienes en ocasiones perciben claramente la confusión existente en el constante trasiego de ambos conceptos vuelven a caer en ella posteriormente en el curso de sus razonamientos. Todos saben que si dispusiéramos de más dinero podríamos adquirir mayor número de bienes; con triple cantidad de dinero, nuestra «riqueza» sería tres veces mayor. Para muchos resulta indiscutible que si el Estado emitiese más dinero, distribuyéndolo equitativamente entre la población, la riqueza de todos nosotros aumentaría con la cuota que nos hubiera correspondido en el reparto.
Estos son, sin duda, los más ingenuos partidarios de la inflación. Otros, más cautos, reconocen que si todo fuera tan sencillo como creen los primeros, el Estado podría resolver la totalidad de los problemas económicos emitiendo simplemente billetes. Presienten la existencia de un obstáculo y piensan que el Estado debería limitar, de una u otra forma, la cantidad de dinero adicional a emitir. Emitiría justamente lo indispensable para dominar alguna que otra supuesta «deficiencia» o «laguna».
El poder adquisitivo, razonan, es crónicamente insuficiente porque la industria, de un modo u otro, no distribuye bastante numerario entre los productores al objeto que puedan adquirir como consumidores el producto elaborado. En, algún punto debe existir un «escape» misterioso. Y hay quienes tratan de «probarlo» mediante ecuaciones algebraícas. En el primer miembro de aquellas consignan, una sola vez, determinada cantidad, mientras que en el segundo miembro la incluyen, sin apercibirse de ellos, algunas veces más de la cuenta. De esta suerte provocan alarmante diferencia entre lo que llaman «pagos A» y lo que denominan «pagos A + B». Agrúpanse, visten el uniforme verde del movimiento inflacionista y requieren al gobierno para que emita dinero o conceda «créditos» que permitan hacer realidad el pago del valor numérico de esa diferencia representada por la letra B en la expresión algebraíca.
Los más toscos partidarios de lo que denominan «crédito social» pueden parecernos ridículos; pero son innumerables las escuetas de barnices más alambicados que pretenden haber elaborado «planes científicos» para emitir o conceder, en cantidades exactas, el dinero o créditos adicionales indispensables para colmar supuestas «deficiencias» o «lagunas» de carácter económico o periódico, cuyo alcance y extensión aseguran poder calcular mediante diversos procedimientos no revelados con exceso.
Los inflacionistas mejor preparados no dejan de reconocer que cualquier incremento sustancial en el volumen de dinero en circulación lleva consigo la reducción del poder adquisitivo de la unidad monetaria; en otras palabras, conduce a un aumento en el precio de las mercancías. Pero tal repercusión no les preocupa. Al contrario, precisamente por ello desean la inflación. Algunos aseguran que de esta suerte mejorará la situación de los deudores pobres frente a los acreedores ricos. Otros piensan que la apuntada medida estimulará las exportaciones y reducirá las importaciones. E incluso hay quienes sostienen que la inflación es absolutamente necesaria para superar las depresiones, «poner de nuevo en marcha a la industria» y alcanzar el «pleno empleo».
Lo que la inflación realmente hace es provocar mutaciones entre las relaciones entre precios y costos. Y a largo plazo engendra consecuencias desastrosas para la comunidad entera. Basta una inflación relativamente suave para desarticular la estructura de la producción, favoreciendo la expansión excesiva de unas industrias a expensas de las restantes. Todo ello implica malinversión y derroche de capital.
Es más, la propia inflación no es en el fondo más que una forma singular de tributación. Quizá la peor, ya que de ordinario exige más de quienes cuentan con menores posibilidades económicas. La situación es más grave con la inflación precisamente porque no afecta a todos en la misma proporción. Hay quienes sufren más que otros, al menos en cuanto a porcentajes. El tributo que la inflación representa escapa a toda suerte de controles por parte de las autoridades fiscales. Golpea a ciegas en todas direcciones. El tipo de gravamen impuesto por la inflación no es fijo; no puede quedar determinado de antemano. Conocemos su cuantía hoy, pero no lo que importará mañana, y mañana desconoceremos su importe para el siguiente día.
Como ocurre con cualquier otro impuesto, la inflación perturba todo cálculo económico e influye poderosamente en nuestra conducta privada y en la orientación que convendrá dar a nuestros negocios. Resta alientos a la previsión y al ahorro. Induce a toda suerte de despilfarros y aventuras económicas. A menudo, incluso hace más provechosa la especulación que el esfuerzo productor. Destruye la normal estructuración de unas relaciones económicas estables. Sus inexcusables injusticias hacen desear a las gentes remedios desesperados. Invariablemente conduce a amargos desengaños y finalmente al colapso de la economía del país.