Año XLIV Ronald Reagan el hombre que ganó la guerra fría e infundió nueva vida al espíritu americano 2004 No. 917
Nota del Editor.
Dinesh d’Souza es el autor de “Ronald Reagan: Como un hombre común se convirtió en un líder extraordinario.” Anterior analista para política doméstica en la Casa Blanca del Presidente Reagan, es actualmente el Rishwain Research Scholar en el Instituto Hoover. Este artículo fue publicado por el periódico “The Scotsman” en su edición del 7 de junio de 2004. Reproducido con autorización. Traducción de Lucy Martínez-Mont.
Ronald Reagan el hombre que ganó la guerra fría e infundió nueva vida al espíritu americano.
Ronald Reagan tenía las características de un hombre común. A los ojos de muchos europeos, y también de muchos de sus compatriotas, carecía de las credenciales básicas necesarias para ser Presidente de los Estados Unidos. Fue un estudiante mediocre en Eureka College.
Tuvo una larga carrera como actor de cine. No fue un académico ni un intelectual. Cuando asumió la presidencia de su país carecía de experiencia en política internacional. Su jornada de trabajo era corta y se dice que dormía siestas durante la jornada. Parecía un hombre frívolo que disfrutada contando chistes. Sus adversarios, e incluso algunos de sus correligionarios, predecían que no sería un líder efectivo.
Sin embargo, en retrospectiva hasta sus adversarios reconocen que ocurieron cosas importantes en la década de 1980. Empezó el derrumbe de la Unión Soviética y el socialismo perdió credibilidad. En la actualidad, es probable que los marxistas sean más numerosos en los calustros de profesores de Harvard y Oxford, que en Rusia y en el este de Europa. La economía de los Estados Unidos, opaca en la década de 1970, cobró un impulso espectacular que se derramó en la economía mundial. La revolución tecnológica despegó con fuerza. De pronto, las computadoras y los teléfonos celulares aparecieron en todas partes.
La generación anterior había escuchado la invitación de John F. Kennedy. El Cuerpo de Paz ofrecía oportunidades enaltecedoras a la juventud idealista de los Estados Unidos. El servicio público era visto como expresión del idealismo norteamericano. Pero a finales de la década de 1980, el sueño de fundar una empresa nueva inspiraba a más jóvenes que el sueño de cosechar café en Nicaragua. El empresario, no el burócrata, se había convertido en el vehículo de las aspiraciones juveniles.
Este viraje cultural repercutió en la política pública. Se detuvo el crecimiento del Estado benefactor, que desde 1930 se había expandido en los Estados Unidos. En 1989, la caída del muro de Berlín parecía coincidir con el final de la era del gobierno grande, iniciada por Franklin Delano Roosevelt medio siglo atrás. ¿Acaso no fue ésta la revolución que prometió Reagan?
Pertenezco a la generación de jóvenes atraídos a la política por la revolución de Reagan. Veíamos en él a un hombre alegre con la mirada puesta en el futuro. Nos encantaba su sentido de humor, pero comprendíamos que, más allá del exterior jocoso, Reagan era un hombre decidido cuyos propósitos apuntaban a cuestiones grandiosas y trascendentales. De hecho, Reagan emprendió la tarea de destruir el ideal maestro del siglo XX, el colectivismo.
Como eje de la política interna, Reagan proponía detener el crecimiento del Estado benefactor, y como eje de la política exterior, proponía desmantelar el imperio soviético. Estas metas parecían extremadamente ambiciosas. Muchos observadores, incluso muchos correligionarios conservadores de Reagan, pensaban que el comunismo soviético era irreversible.
De igual manera, miembros prominentes del Partido Republicano, como los expresidentes Eisenhower, Nixon y Ford, se habían reconciliado con el Estado benefactor. Reagan fue el primero en proclamar que “El gobierno no es la solución. El gobierno es el problema”.
Nosotros, jóvenes conservadores, llegamos a Washington ansiosos por tomar parte en la revolución de Reagan. Conseguimos empleos en la nueva administración, porque Reagan no deseaba contratar a la gente que había trabajado con las administraciones de Nixon y Ford. En 1976, cuando Reagan disputó a Ford la nominación del Partido Republicano, varios colaboradores de Ford habían atacado a Reagan con virulencia. Y Reagan preguntaba ¿Quién los necesita? Cierto, tienen experiencia. Experiencia para el fracaso.”
Tenía yo 26 años cuando asumí el cargo de analista de política interna en la Casa Blanca, un lugar que ofrecía fascinación perenne. En un pasillo me cruzaba, digamos, con un grupo de monjas católicas, o con emigrados soviéticos de barbas largas, que acudían a una reunión con el Presidente. En una ocasión, encontré a un grupo de niños afganos amputados por minas soviéticas. Supongo que la personalidad de cada administración se ve reflejada en el tipo de gente que atrae.
En los Estados Unidos, hoy a Reagan se le rodea de una especie de cálido afecto. Los Republicanos lo veneran y los Demócratas declaran que sus sentimientos hacia él se han vuelto más amables y gentiles. Tenemos en esto un contraste brutal con lo que ocurría en la década de 1980 cuando los Demócratas, al igual que muchos europeos, trataban a Reagan con desprecio. Por ejemplo, un editorialista del diario The Nation describió a Reagan como “mentiroso patológico”... increíble imbécil”... “de corazón oscuro”...
“con afinidad por la matanza genocida”...
Cualquiera se habría violentado ante tales acusaciones. Reagan, en cambio, nunca se preocupó por refutar a sus detractores. En cierta ocasión, interrogado acerca de la brevedad de su jornada de trabajo, respondió “Me han dicho que el trabajo extenuante no causa la muerte, pero ¿qué caso tiene correr el riesgo?” En un discurso en Eureka College, a mediados de la década de 1980, alguien sacó a relucir que Reagan se había graduado con un promedio mediocre, en una institución de tercera clase. Reagan respondió “Siempre me he preguntado cuantas cosas habría logrado de haber sido más estudioso.”
A través de los años, he meditado sobre las causas del éxito de Reagan. Puedo ofrecer tres explicaciones. En primer término, Reagan tenía una certeza euclidiana de sus propias creencias y del rumbo que deseaba imprimir a la nación. Fue más que un hombre de principios claros. Fue un hombre cuyos principios no estaban abiertos a discusión.
Tenemos aquí un punto clave que amerita alguna elaboración. Cuando yo estudiaba en Dartmouth College, se me dijo una y otra vez que la educación liberal presupone mentes abiertas. El hombre de mente abierta hace únicamente juicios provisionales y se mantiene atento al surgimiento de nuevas evidencias que pudieran modificar sus puntos de vista. Comprendí que Reagan no compartía esta visión. Sabía de antemano lo que se proponía lograr, por ejemplo, reducir los impuestos. Si sus asistentes le decían que la evidencia apuntaba en otra dirección, la actitud básica de Reagan era “Muy bien. Consigan evidencia nueva.”
En cierto sentido, la expresión “mente abierta” puede ser incompatible con la firmeza de propósitos. Un presidente recién electo llega
a Washington con una lista de propósitos. De inmediato se encuentra rodeado por individuos muy competentes y de larga experiencia que le advierten “Disculpe, Señor Presidente”, pero lo que usted propone no se puede realizar. El Congreso no lo aprobará. Hay oposición dentro de su propio partido. Los gobiernos europeos se muestran escépticos. La Corte Suprema lo echará por tierra”. Confrontado con un mar de datos, un presidente de mente abierta se encuentra abrumado. Solamente el hombre de propósitos firmes, que tiene claro el rumbo a seguir, posee la confianza necesaria para seguir avanzando cuando se agitan las aguas de la política.
En segundo lugar, desde el principio Reagan comprendió instintivamente que no se puede cambiar el mundo en unas cuantas semanas, y que se necesitarían varios años para lograrlo. Por lo tanto, Reagan estableció prioridades. Se proponía eradicar la inflación, alentar la economía, detener el avance del imperio soviético. Lo demás le importaba poco.
En la Casa Blanca, a menudo nos sentíamos frustrados al constatar que Reagan evadía la discusión de asuntos como la política de integración social, y que cedía a las presiones de la izquierda en asuntos como los subsidios agrícolas. Reagan comprendía, mejor que nosotros, que el Presidente debe escoger las peleas en las que ha de involucrarse.
En tercer lugar - y quizás sea éste el punto más importante - el éxito de Reagan se debe a que no se inmutaba por lo que dijera de él la élite culural. Newt Gingrich y Jack Kemp, miembros prominentes del Partido Republicano, tienen ciertas similitudes con Reagan, pero difieren de este por la ansiedad con la que buscan la aprobación de la élite cultural. Gingrich solía molestarse ante los ataques del noticiero nocturno de la cadena de televisión CBS, y Kemp anhelaba los elogios de los editores de la revista Time y el diario The Washington Post.
A Reagan, desde la época en que era gobernador de California, estas cosas lo dejaban indiferente. Un columnista influyente del diario San Francisco Chronicle lo atacaba constantemente. El comentario del Gobernador Reagan era que ese columnista debía tener algún problema.
Su independencia con respecto a la tiranía de la opinión elitista confirió a Reagan la libertad necesaria para actuar fuera de lo que normalmente se considera permisible. Esto no significa que Reagan se negara a reconocer toda autoridad moral o intelectual, sino que sus fuentes de autoridad moral e intelectual se hallaban, por así decirlo, fuera del mundo de la política pública.
El economista Arthur Laffer recuerda que, en cierta ocasión, preguntó a Reagan cómo había llegado a la difícil decisión de ordenar la invación de la isla de Grenada, en 1983. Y Reagan respondió “Terminé preguntándome qué habría hecho John Wayne en tal situación.” Reagan consideró que John Wayne, en este caso particular, resultaba una fuente de inspiración más acertada que la sabiduría colectiva de las instituciones de Washington.
Las convicciones firmes de Reagan, y su indiferencia ante las críticas de la élite cultural, fundamentaron la decisión más monumental y más audaz de su presidencia, la reducción de los impuestos combinada con la ampliación del gasto de defensa, a sabiendas de que esta decisión provocaría un ensanchamiento importante del déficit fiscal. Se encendió la ira de los Demócratas y también hubo manifestaciones de pavor en el propio campo del Presidente Reagan. Su director del presupuesto y el presidente de su consejo de asesores económicos recomendaron una reducción más prudente de los impuestos y un incremento más prudente del gasto de defensa. La respuesta de Reagan fue característica. “Caballeros, pienso que el déficit es suficientemente grande como para cuidarse solo.”
Frente a la reacción apoplégica de la prensa, asumió un riesgo calculado. Tenía la certeza de que la reducción de los mpuestos fortalecería la economía, ampliaría la base tributaria y, en última instancia, haría crecer los ingresos fiscales. A la vez, estaba empeñado en elevar el gasto de defensa para detener - y con un poco de suerte, aniquilar - el imperio del mal, la Unión Soviética. Si esto se lograba, Reagan sabía que el gasto de defensa sería menor en el futuro. Por lo tanto, había cierta lógica, aunque fuera lógica con riesgo, en el fundamento de su declaración “Si no podemos equilibrar el presupuesto ahora, tendremos que hacerlo más adelante.”
Con el correr del tiempo quedó demostrado que el riesgo calculado de Reagan había sido un acierto. Durante más de una década sus adversarios despotricaron contra el gasto público pero, en la década siguiente, el déficit se había esfumado. De pronto, el gasto público de los Estados Unidos registró superávits abultados. En repedidas ocasiones, el Presidente Clinton presumió y se atribuyó el mérito, pero cabe preguntar. ¿Qué hizo Clinton para producir esos superávits? Absolutamente nada. La dinámica del crecimiento económico, que comenzó cerca de 1983 y se prolongó, virtualmente sin interrupción, a lo largo de la década de 1990, provocó el crecimiento espectacular de la recaudación fiscal. Además, el enorme ahorro en los gastos de defensa, causado por el desenlace de la Guerra Fría, contribuyó a la desaparición de los temidos déficits fiscales.
En el lado izquierdo del espectro político, los historiadores se empeñan en denigrar el papel de Reagan en el desenlace de la Guerra Fría. Argumentan que la Unión Soviética colapsó por inercia propia, o que el mérito corresponde a Gorbachev. Ninguna de las dos explicaciones es digna de crédito. La Unión Soviética confrontó problemas económicos en la década de 1980. También los confrontó en las décadas de 1970, 1960, 1950... De hecho, los soviéticos tuvieron penurias económicas desde la llegada de los Bolcheviques al poder. Los pueblos soviéticos soportaron privaciones durante mucho tempo, pero en la década de 1980, no había indicios de alzamientos armados. Por otra parte, la clase dirigente vivía cómodamente en la década de 1980, como había vivido desde la época de Lenin. En tales circunstancias, la clase dirigente no tenía motivos para abandonar el poder. En la historia de la humanidad, las penurias económicas del pueblo jamás han causado la desintegración voluntaria de un imperio, ni la liberación de sus colonias, ni la disolución de sus estructuras de poder.
Tampoco tiene sentido afirmar que Gorbachev provocó el cambio. En primer lugar, Gorbachev no deseaba aniquilar el comunismo, sino rescatarlo. Gorbachev ofreció a los militares soviéticos más recursos para armamento, a cambio de que éstos ayudaran a imponer reformas económicas. En la actualidad, Gorbachev proclama que siempre estuvo del lado de la democracia y la libertad, pero al leer sus discursos y su libro Perestroika, descubrimos que su propósito era reformar el comunismo. El tiempo y el colapso del comunismo soviético demostraron que el sistema era demasiado rígido para admitir reformas. Entonces, podemos describir a Gorbachev como un inútil de buenas intenciones, que provocó un resultado ajeno a sus propósitos. Curiosamente, Reagan buscaba precisamente el resultado provocado por Gorbachev, y lo predijo desde 1982, cuando afirmó que el comunismo soviético terminaría “en el montículo de cenizas de la historia.”
Conviene recordar, por otra parte, que la presencia de Reagan en el escenario político influyó en el ascenso de Gorbachev. Éste no era del tipo de los anteriores líderes soviéticos, como Brezhnev, Andropov o Chernenko. El Politburo escogió a Gorbachev porque la estrategia soviética, tan efectiva hasta la década de 1970, dejó de funcionar en la década siguiente. Entre 1974 y 1980, diez países cayeron en la órbita soviética, empezando con Vietnam y terminando con la invasión de Afganistán. Desde 1981, año en el que Reagan asumió el poder, ningún territorio cayó bajo el dominio soviético, y en 1983, a raíz de la invasión mandada por Reagan, la isla de Grenada se convirtió en el primer país de la historia que fue rescatado de la garra soviética.
Por otra parte, para neutralizar la amenaza soviética, Reagan instaló en Europa misiles crucero de alcance medio. Al morir Chernenko, el Politburo comprendió que la Unión Soviética, para tratar efectivamente con Reagan, debía tener un nuevo tipo de líder. Así, los soviéticos colocaron a Gorbachev en el cuadrilátero, y Reagan consiguió manipularlo hasta hacerlo caer, junto con el comunismo soviético, por el precipicio de la historia.
¿Cómo será recordado Reagan? Hace varios años Margaret Thatcher declaró que “Reagan ganó la Guerra Fría, sin disparar un solo tiro”. Es un buen epitafio, pero considero que Reagan hizo más que eso. Propongo, entonces, este epitafio “Reagan ganó la Guerra Fría, dinamizó la economía de los Estados Unidos e infundió nuevo vigor al espíritu americano.” Por este legado, me parece que sus compatriotas, y también todos los individuos que aman la libertad, tienen con Reagan una enorme deuda de gratitud.