Año XLIV El dilema: preguntas pertinentes y diferenciando economía y
negocios 2004 No. 922
Nota del Editor.
XXX.
El dilema: las preguntas Pertinentes
El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio,
sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del
poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión
que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en términos
generales, pero influye profundamente en las controversias prácticas del siglo
por su presencia latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará
reconocer como la cuestión vital del porvenir. Está tan lejos de ser
nueva esta cuestión, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi
desde las más remotas edades, pero en el estado de progreso en que los grupos
más civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas
condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es
el rasgo más saliente de esas partes de la Historia con las cuales llegamos
antes a familiarizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e
Inglaterra. Pero en la antigüedad esta disputa tenía lugar entre los
súbditos o algunas clases de súbditos y el Gobierno. Se entendía por
libertad la protección contra la tiranía de los gobiernos políticos. Se
consideraba que éstos (salvo en algunos gobiernos democráticos de Grecia), se
encontraban necesariamente en una posición antagónica a la del pueblo que
gobernaban. El Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una
casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesión o de conquista, que en
ningún caso contaba con el asentamiento de los gobernadores y cuya supremacía
los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que
fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se
consideraba el poder de los gobernantes como necesario, pero también como
altamente peligroso; como un arma que intentarían emplear tanto contra sus
súbditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros
más débiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable
que un animal de presa, más fuerte que los demás, estuviera encargado de
contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estaría
menos dispuesto que cualquiera de las arpías menores a devorar el rebaño, hacía falta estar constantemente a la defensiva contra su
pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era fijar los
límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la
comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se
intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas
inmunidades llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podía
infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba
a justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un
segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales,
mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que
se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para
algunos de los actos más importantes del poder gobernante. En la mayoría de los
países de Europa, el Gobierno ha estado más o menos ligado a someterse a la primera
de estas restricciones. No ocurrió lo mismo con la segunda; y el llegar a ella,
o cuando se la había logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla
completamente fue en todos los países el principal objetivo
de los amantes de la libertad. Mientras la humanidad estuvo satisfecha con
combatir a un enemigo por otro y ser gobernada por un señor a condición de
estar más o menos eficazmente garantizada contra su tiranía, las aspiraciones
de los liberales pasaron más adelante. Llegó un momento, sin
embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron
de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder
independiente, con un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor
que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegado
revocables a su gusto. Pensaron que sólo así podrían tener completa seguridad
de que no se abusaría jamás en su perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente
esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales hizo el objeto
principal de las reclamaciones del partido popular, en donde quiera que tal
partido existió; y vino a reemplazar, en una
considerable extensión, los esfuerzos procedentes para limitar el poder de los
gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante
de la elección periódica de los gobernados, algunas personas comenzaron a
pensar que se había atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el
poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes
cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se
exigía era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su
interés y su voluntad fueran el interés y la voluntad de la nación. La nación
no tendría necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría
temor de que se tiranizase a sí misma. Desde el momento en que los gobernantes
de una nación eran eficazmente responsables ante ella y fácilmente revocables a
su gusto, podía confiarles un poder cuyo uso a ella misma correspondía dictar. Su
poder era el propio poder de la nación concentrado y bajo una forma cómoda para
su ejercicio. Esta manera de pensar, o acaso más bien de sentir, era corriente
en la última generación del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece
todavía en su rama continental. Aquellos que admiten algunos límites a lo que
un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, según
ello, no deberían existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre
los pensadores políticos del continente. Una tal manera de sentir podría
prevalecer actualmente en nuestro país, si no hubieran cambiado las
circunstancias que en su tiempo la fortalecieron. Pero en las
teorías políticas y filosóficas, como en las personas, el éxito saca a la luz
defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera mostrado a la
observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su
poder sobre sí mismo podía parecer un axioma cuando el gobierno popular era una
cosa acerca de la cual no se hacía más que soñar o cuya existencia se leía tan
sólo en la historia de alguna época remota. Ni hubo de ser turbada esta
noción por aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de
las cuales las peores fueron obra de una minoría usurpadora y que, en todo
caso, no se debieron a la acción permanente de las instituciones populares,
sino a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y
aristocrático. Llegó, sin embargo, un momento en que una república democrática
ocupó una gran parte de la superficie de la tierra y se mostró como uno de los
miembros más poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno electivo
y responsable se hizo blanco de esas observaciones y críticas que se dirigen a
todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el ‘‘poder de los
pueblos sobre sí mismos’’, no expresaban la verdadera situación de las cosas;
el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es
ejercido; y el ‘‘gobierno de sí mismo’’ de que se habla, no es el gobierno de
cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás. Además
la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más
numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran
hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear
oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto
como contra cualquier otro abuso del Poder. Por consiguiente, la
limitación del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su
importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables
hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la
comunidad. Esta visión de las cosas, adaptándose por igual a la
inteligencia de los pensadores que a la inclinación de esas clases importantes
de la sociedad europea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la
democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse aceptar; y en la
especulación política se incluye ya la ‘‘tiranía de la mayoría’’ entre los
males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad. Como las
demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía
vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades
públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es
la sociedad misma el tirano -la sociedad colectivamente, respecto de los
individuos aislados que la componen- sus medios de tiranizar no están limitados
a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios políticos. La
sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos
decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no
debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las
opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio
penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más
en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por esto no basta
la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también
protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra
la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas
civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que
disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a
impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los
caracteres a moldearse sobre el suyo propio. Hay un límite a la
intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual;
encontrarle y defenderle contra toda invasión es tan indispensable a una buena
condición de los asuntos humanos, como la protección contra el despotismo político. Pero si esta
proposición, en términos generales, es casi incontestable, la cuestión práctica
de colocar el límite -como hacer el ajuste exacto entre la independencia
individual y la intervención social- es un asunto en el que casi todo está por
hacer. Todo lo que da algún valor a nuestra existencia, depende de la
restricción impuesta a las acciones de los demás. Algunas reglas de
conducta debe, pues, imponer, en primer lugar, la ley,
y la opinión, después para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la
acción de la ley. En determinarlo que deben ser estas reglas consiste la
principal cuestión en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los
casos más salientes, es aquella hacia cuya solución menos se ha progresado. No hay dos
siglos, ni escasamente dos países, que hayan llegado, respecto de esto, a la
misma conclusión; y la conclusión de un siglo o de un país es a causa de
admiración para otro. Sin embargo, las gentes de un siglo o país dado no
sospechan que la cuestión sea más complicada de lo que sería si se tratase de
un asunto sobre el cual la especie humana hubiera estado siempre de acuerdo. Las
reglas que entre ellos prevalecen les parecen evidentes y justificadas por sí
mismas. Esta completa y universal ilusión es uno de los ejemplos de la mágica
influencia de la costumbre, que no es sólo, como dice el proverbio, una segunda
naturaleza, sino que contínuamente está usurpando el
lugar de la primera. El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda
alguna respecto a las reglas de conducta impuestas por la humanidad a cada uno,
es tanto más completo cuanto que sobre este asunto no se cree necesario dar
razones ni a los demás ni a uno mismo. La gente acostumbra a creer, y algunos
que aspiran al título de filósofos la animan en esa creencia, que sus
sentimientos sobre asuntos de tal naturaleza valen más que las razones, y las
hacen innecesarias. El principio práctico que la guía en sus opiniones sobre la regulación de
la conducta humana es la idea existente en el espíritu de cada uno, de que
debería obligarse a los demás a obrar según el gusto suyo y de aquellos con
quienes él simpatiza. En realidad nadie confiesa que el regulador de su juicio
es su propio gusto; pero toda opinión sobre un punto de conducta que no esté
sostenida por razones sólo puede ser mirada como una preferencia personal; y si
las razones, cuando se alegan, consisten en la mera apelación a una preferencia
semejante experimentada por otras personas, no pasa todo de ser una inclinación
de varios, en vez de ser la de uno solo. Para un hombre ordinario, sin embargo,
su propia inclinación así sostenida no es sólo una razón perfectamente
satisfactoria, sino la única que, en general, tiene para cualquiera de sus
nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estén expresamente
inscritas en su credo religioso; y hasta su guía principal en la
interpretación de éste. Por tanto, las opiniones de los hombres sobre lo
que es digno de alabanza o merecedor de condena está afectada por todas las
diversas causas que influyen sobre sus deseos respecto a la conducta de los
demás, causas tan numerosas como las que determinan sus deseos sobre cualquier
otro asunto. Algunas veces su razón; en otros tiempos sus prejuicios o
sus supersticiones; con frecuencia sus afecciones sociales; no pocas veces sus
tendencias antisociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desprecio;
pero lo más frecuentemente sus propios deseos y temores, su legítimo o
ilegítimo interés. En donde quiera que hay una clase dominante, una gran
parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de
clase superior. La moral, entre los espartanos y los ílotas,
entre los plantadores y los negros, entre los príncipes y los súbditos, entre
los nobles y los plebeyos, entre los hombres y las mujeres, ha sido en su mayor
parte criatura de esos intereses y sentimientos de clase; y las opiniones así
engendradas reabran a su vez sobre los sentimientos morales de sus miembros de
la clase dominante en sus recíprocas relaciones. Por otra parte, donde
una clase, en otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde
este predominio se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen
están impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad. Otro gran
principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes o por
la opinión, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido
el servilismo de la especie humana hacia las supuestas preferencias o
aversiones de sus señores temporales o de sus dioses. Este servilismo, aunque
esencialmente egoísta, no es hipócrita, y ha hecho nacer genuinos sentimientos
de horror; él ha llevado a los hombres a quemar nigromantes y herejes. Entre
tantas viles influencias, los intereses evidentes y generales de la sociedad
han tenido, naturalmente, una parte, y una parte importante en la dirección de
los sentimientos morales: menos, sin embargo, por su propio valor que como una
consecuencia de las simpatías o antipatías que crecieron a su alrededor;
simpatías y antipatías que, teniendo poco o nada que ver con los intereses de
la sociedad, han dejado sentir su fuerza en el establecimiento de los
principios morales. Así los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna poderosa porción de
ella, son los que principal y prácticamente han determinado las reglas
impuestas a la general observancia con la sanción de la ley o de la opinión. Y, en
general, aquellos que en ideas y sentimientos estaban más adelantados que la
sociedad, han dejado subsistir en principio, intacto, este estado de cosas,
aunque se hayan podido encontrar en conflicto con ella en algunos de sus
detalles. Se han preocupado más de saber qué es lo que a la sociedad debía
agradar o no que de averiguar si sus preferencias o repugnancias debían o no
ser ley para los individuos. Han preferido procurar el cambio de los
sentimientos de la humanidad en aquello en que ellos mismos eran herejes, a
hacer causa común con los herejes, en general, para la defensa de la libertad. El
caso de la fe religiosa es el único en que por todos, a parte de
individualidades aisladas, se ha adoptado premeditadamente un criterio elevado
y se le ha mantenido con constancia: un caso instructivo en muchos aspectos,y no en el que menos en
aquel en que representa uno de los más notables ejemplos de la falibilidad de
lo que se llama el sentido moral, pues el odium theologicum en un devoto sincero es uno de los casos más
inequívocos de sentimiento moral. Los que primero se libertaron del yugo
de lo que se llamó Iglesia Universal estuvieron en general, tan poco dispuestos
como la misma Iglesia a permitir la diferencia de opiniones religiosas. Pero
cuando el fuego de la lucha se apagó, sin dar victoria completa a ninguna de
las partes, y cada iglesia o secta se vio obligada a limitar sus esperanzas y a
retener la posesión del terreno ya ocupado, las minorías, viendo que no tenían
probabilidades de convertirse en mayorías, se vieron forzadas a solicitar
autorización para disentir de aquellos a quienes no podían convertir. Según
esto, los derechos del individuo contra la sociedad fueron afirmados sobre
sólidos fundamentos de principio, casi exclusivamente en este campo de batalla
y en él fue abiertamente controvertida la pretensión de la sociedad de ejercer
autoridad sobre los disidentes. Los grandes escritores a los cuales debe el
mundo la libertad religiosa que posee, han afirmado la libertad de conciencia
como un derecho inviolable y han negado, absolutamente, que un ser humano pueda
ser responsable ante otros por su creencia religiosa. Es tan natural, sin
embargo, a la humanidad la intolerancia en aquello que realmente le interesa,
que la libertad religiosa no ha tenido realización práctica en casi ningún
sitio, excepto donde la indiferencia que no quiere ver turbada su paz por
querellas teológicas ha echado su peso en la balanza. En las mentes de casi
todas las personas religiosas, aún en los países más tolerantes, no es admitido
sin reservas el deber de la tolerancia. Una persona transigirá con un disidente
en materia de gobierno eclesiástico, pero no en materia de dogma; otra, puede
tolerar a todo el mundo, menos a un papista o un unitario; otra, a todo
el que crea en una religión revelada, unos cuentos extenderán un poco más su
caridad, pero se detendrá en la creencia en Dios y en la vida futura. Allí
donde el sentimiento de la mayoría es sincero e intenso se encuentra poco
abatida su pretensión a ser obedecido. En Inglaterra, debido
a las peculiares circunstancias de nuestra historia política, aunque el yugo de
la opinión es acaso más pesado, el de la ley es más ligero que en la mayoría de
los países de Europa; y hay un gran recelo contra la directa intervención
del legislativo, o el ejecutivo, en la conducta privada, no tanto por una
justificada consideración hacia la independencia individual como por la
costumbre, subsistente todavía, de ver en el Gobierno el representante de un
interés opuesto al público. La mayoría no acierta todavía a considerar el poder
del Gobierno como su propio poder, ni sus opiniones como las suyas propias. Cuando
lleguen a eso, la libertad individual se encontrará tan expuesta a invasiones
del Gobierno como ya lo está hoy a invasiones de la opinión pública. Más, sin
embargo, como existe un fuerte sentimiento siempre dispuesto a salir al paso de
todo intento de control legal de los individuos, en cosas en las que hasta
entonces no habían estado sujetas a él, y esto lo hace con muy poco
discernimiento en cuanto así la materia está o no dentro de la esfera del
legítimo control legal, resulta que ese sentimiento, altamente laudable en
conjunto, es con frecuencia tan inoportunamente aplicado como bien fundamentado
en los casos particulares de su aplicación. Realmente no hay un
principio generalmente aceptado que permita determinar de un modo normal y
ordinario la propiedad o impropiedad de la intervención del Gobierno. Cada uno
decide según sus preferencias personales. Unos, en cuanto ven un bien que hacer
o un mal que remediar instigarían voluntariamente al Gobierno para que
emprendiese la tarea; otros, prefieren soportar casi todos los males sociales
antes que aumentar la lista de los intereses humanos susceptibles de control
gubernamental. Y los hombres se colocan de un lado o del otro, según la
dirección general de sus sentimientos, el grado de interés que sienten por la cosa
especial que el Gobierno habría de hacer, o la fe que tengan en que el Gobierno
la haría como ellos prefiriesen, pero muy rara vez en vista de una opinión
permanente en ellos, en cuanto a qué cosas son propias para ser hechas por un
Gobierno. Y en mi opinión, la consecuencia de esta falta de regla o principio
es que tan pronto es un partido el que yerra como el otro; con la misma
frecuencia y con igual impropiedad se invoca y se condena la intervención del
Gobierno. El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir
absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan
de compulsión o control, ya sean los medios empleados la fuerza física en forma
de penalidades legales o la coacción moral de la opinión pública. Este
principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que
la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de
acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única
finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un
miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que
perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación
suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no
realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría
feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo. Estas son
buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o
causarle algún perjuicio si obra de manera diferente. Para justificar esto
sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle producía
un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada uno por
la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los
demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es,
de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu,
el individuo es soberano. Casi es innecesario decir que esta doctrina
es sólo aplicable a seres humanos en la madurez de sus facultades. No hablamos
de los niños ni de los jóvenes que no hayan llegado a la edad que la ley fije
como la de la plena masculinidad o femineidad. Los
que están todavía en una situación que exige sean cuidados por otros, deben ser
protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daños exteriores. Por
la misma razón podemos prescindir de considerar aquellos estados atrasados de
la sociedad en los que la misma raza puede ser considerada como en su minoría
de edad. Las primeras dificultades en el progreso espontáneo son tan
grandes que es difícil poder escoger los medios para vencerlas; y un
gobernante lleno de espíritu de mejoramiento está autorizado para emplear todos
los recursos mediante los cuales pueda alcanzar un fin, quizá inaccesible de
otra manera. El despotismo es un modo legítimo de gobierno tratándose de
bárbaros, siempre que su fin sea su mejoramiento, y que los medios se
justifiquen por estar actualmente encaminados a ese fin. La libertad,
como un principio, no tiene aplicación a un estado de cosas anterior al momento
en que la humanidad se hizo capaz de mejorar por la libre y pacífica discusión.
Hasta entonces, no hubo para ella más que la obediencia implícita a un Akbar o un Carlomagno, si tuvo la fortuna de encontrar
alguno. Pero tan pronto como la humanidad alcanzó la capacidad de ser guiada
hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (largo período
desde que fue conseguida en todas las naciones, del cual debemos preocuparnos
aquí), la compulsión, bien sea en la forma directa, bien en la de penalidades
por inobservancia, no es admisible como un medio para conseguir su propio bien,
y sólo es justificable para la seguridad de los demás. Debe hacerse
constar que prescindo de toda ventaja que pudiera derivarse para mi argumento
de la idea abstracta de lo justo como de cosa independiente de la
utilidad. Considero la utilidad como la suprema apelación en las
cuestiones éticas; pero la utilidad, en su más amplio sentido, fundada en los
intereses permanentes del hombre como un ser progresivo. Estos intereses
autorizan, en mi opinión, el control externo de la espontaneidad individual
sólo respecto a aquellas acciones de cada uno que hacer referencia a los
demás. Si un hombre ejecuta un acto perjudicial a los demás, hay un
motivo para castigarle, sea por la ley, sea, donde las penalidades legales no
puedan ser aplicadas, por la general desaprobación. Hay también muchos actos
beneficiosos para los demás a cuya realización puede un hombre ser justamente
obligado, tales como atestiguar ante un tribunal de justicia, tomar la parte
que le corresponda en la defensa común o en cualquier otra obra general
necesaria al interés de la sociedad de cuya protección goza; así como también
la de ciertos actos de beneficencia individual como salvar la vida de un
semejante o proteger al indefenso contra los malos tratos, cosas cuya
realización constituye en todo momento el deber de todo hombre, y por cuya
inejecución puede hacérsele, muy justamente, responsable ante la
sociedad. Una persona puede causar daño a otras no sólo por su acción,
sino por su omisión, y en ambos casos debe responder ante ella del
perjuicio. Es verdad que el caso último exige un esfuerzo de compulsión
mucho más prudente que el primero. Hacer a uno responsable del mal que
haya causado a otro es la regla general; hacerle responsable por no haber
prevenido el mal, es, comparativamente, la excepción. Sin embargo, hay
muchos casos bastante claros y bastante graves para justificar la
excepción. En todas las cosas que se refieren a las relaciones externas
del individuo, éste es, de jure, responsable ante aquellos cuyos intereses
fueron atacados, y sin necesario fuera, ante la sociedad, como su
protectora. Hay, con frecuencia, buenas razones para no exigirle esta
responsabilidad; pero tales razones deben surgir de las especiales
circunstancias del caso, bien sea por tratarse de uno en el cual haya
probabilidades de que el individuo proceda mejor abandonado a su propia
discreción que sometido a una cualquiera de las formas de control que la
sociedad pueda ejercer sobre él, bien sea porque el intento de ejercer este
control produzca otros males más grandes que aquellos que trata de prevenir.
Cuando razones tales impidan que la responsabilidad sea exigida, la conciencia
del mismo agente debe ocupar el lugar vacante del juez y proteger los intereses
de los demás que carecen de una protección externa, juzgándose con la mayor
rigidez, precisamente porque el caso no admite ser sometido al juicio de sus
semejantes. Pero hay una esfera de acción en la cual la sociedad, como distinta del
individuo, no tiene, si acaso, más que un interés indirecto, comprensiva de
toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta más que a
él mismo, o que si afecta también a los demás, es sólo por una participación
libre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos. Cuando digo a él mismo
quiero significar directamente y en primer lugar; pues todo lo que afecta a uno
puede afectar a otros a través de él, y ya será ulteriormente tomada en
consideración la objeción que en esto puede apoyarse. Esta es, pues, la razón
propia de la libertad humana. Comprende, primero, el dominio interno de la conciencia;
exigiendo la libertad de conciencia en el más comprensivo de sus sentidos; la
libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de pensamiento y
sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulativas, científicas,
morales o teológicas. La libertad de expresar y publicar las opiniones puede
parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la
conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero teniendo casi
tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran
parte sobre las mismas razones, es prácticamente inseparable de ella. En
segundo lugar, es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, la
libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros
propios fines; libertad para trazar el plan de nuestra vida según nuestro
propio carácter para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de
nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes en tanto no les
perjudiquemos, a un cuando ellos puedan pensar que nuestra conducta es loca,
perversa o equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de cada
individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos límites, de asociación
entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sean
perjudicar a los demás; y en el supuesto de que las personas que se
asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engañadas. No es libre
ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas
libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo
si no están en ella absoluta y plenamente garantizadas. La única libertad que
merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino
propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse
por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea
física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a
cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás. Aunque esta
doctrina no es nueva, y a alguien puede parecerle evidente por sí misma, no
existe ninguna otra que más directamente se oponga a la tendencia general de la
opinión y la práctica reinantes. La sociedad ha empleado tanto esfuerzo
en tratar (según sus luces) de obligar a las gentes a seguir sus nociones
respecto de perfección individual, como en obligarles a seguir las relativas a
la perfección social. Las antiguas repúblicas se consideraban con título
bastante para reglamentar, por medio de la autoridad pública, toda la conducta
privada, fundándose en que el Estado tenía profundo interés en la disciplina
corporal y mental de cada uno de los ciudadanos, y los filósofos apoyaban esta
pretensión; modo de pensar que pudo ser admisible en pequeñas repúblicas
rodeadas de poderosos enemigos, en peligro constante de ser subvertidas por
ataques exteriores o conmociones internas, y a las cuales podía fácilmente ser
fatal un corto período de relajación en la energía y propia dominación, lo que
no las permitía esperar los saludables y permanentes efectos de la
libertad. En el mundo moderno, la mayor extensión de las comunidades
políticas y, sobre todo, la separación entre la autoridad temporal y la
espiritual (que puso la dirección de la conciencia de los hombres en manos
distintas de aquellas que inspeccionaban sus asuntos terrenos), impidió una
intervención tan fuerte de la ley en los detalles de la vida privada; pero el
mecanismo de la represión moral fue manejado más vigorosamente contra las
discrepancias de la opinión reinante en lo que afectaba a la conciencia
individual que en materias sociales; la religión, el elemento más poderoso de
los que han intervenido en la formación del sentimiento moral, ha estado casi
siempre gobernada, sea por la ambición de una jerarquía que aspiraba al control
sobre todas las manifestaciones de la conducta humana, sea por el espíritu del
puritanismo. Y algunos de estos reformadores que se han colocado en la más irreductible oposición a las religiones del pasado, no se
han quedado atrás, ni de las iglesias, ni de las sectas, a afirmar el derecho
de dominación espiritual; especialmente M. Comte, en
cuyo sistema social, tal como se expone en su Traité
de Politique Positive, se tiende (aunque más bien por
medios morales que legales) a un despotismo de la sociedad sobre el individuo,
que supera todo lo que puede contemplarse en los ideales políticos de los más
rígidos ordenancistas, entre los filósofos antiguos. Aparte de las
opiniones peculiares de los pensadores individuales, hay también en el mundo
una grande y creciente inclinación a extender debidamente los poderes de la
sociedad sobre el individuo, no sólo por la fuerza de la opinión, sino también
por la de la legislación; y como la tendencia de todos los cambios que tienen lugar
en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del individuo,
esta intromisión no es uno de los males que tiendan a desaparecer
espontáneamente, sino que, por el contrario, se hará más y más formidable cada
día. Esta disposición del hombre, sea como gobernante o como ciudadano, a
imponer sus propias opiniones e inclinaciones como regla de conducta para
los demás, está tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y
algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana que casi
nunca se contiene si no es por falta de poder; y como el poder no declina, sino
que crece, debemos esperar, a menos que se levante contra el mal una fuerte
barrera de convicción moral, que en las presentes circunstancias del mundo
hemos de verle aumentar. Será conveniente para el argumento que en vez
de entrar, desde luego, en la tesis general, nos limitemos en el primer momento
a una sola rama de ella, respecto de la cual el principio aquí establecido es,
si no completamente, por lo menos hasta un cierto punto, admitido por las
opiniones corrientes.
Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es
imposible separar la libertad conexa de hablar y escribir. Aunque estas
libertades, en una considerable parte, integran la moralidad política de todos
los países que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, los
principios, tanto filosóficos como prácticos, en los cuales se apoyan, no son
tan familiares a la opinión general ni tan completamente apreciados aún por
muchos de los conductores de la opinión como podría esperarse. Estos
principios, rectamente entendidos, son aplicables con mucha mayor amplitud de
la que exige un solo aspecto de la materia, y una consideración total de esta
parte de la cuestión será la mejor introducción para lo que ha de seguir. Espero
me perdonen aquellos que nada nuevo encuentren en lo que voy a decir, por
aventurarme a discutir una vez más un asunto que con tanta frecuencia ha sido
discutido desde hace tres siglos.