Año XLV Junio de 2005 No. 929
Nota del Editor: Es con mucho agrado y bastante pesar que publicamos este ensayo del Doctor Rafael Termes, gran amigo de este centro y quien falleciere recientemente. El Doctor Termes tiene un Doctorado Honoris Causa en Ciencias Sociales por la Universidad Francisco Marroquín, fué Académico de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y de la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras. Fue profesor del Instituto de Estudios Superiores de la Empresa (IESE) de la Universidad de Navarra desde su fundación en 1958.
La empresa mercantil y sus verdaderas responsabilidades
Colaboración para la Revista
del Instituto de Estudios Económicos
Nº 4 /2002 - I.
El papel de la empresa en la sociedad
17 de junio de 2003
Cuando se trata de la empresa, hablar de propietarios puede resultar, por lo menos, confuso. En efecto; atribuir la propiedad de la empresa a los accionistas es técnicamente erróneo. Los accionistas son los propietarios del capital de la empresa, supuesto que se trate de una empresa cuyo capital esté representado por acciones. Pero la empresa es más que su capital. Por definición, empresa es una comunidad de personas, las cuales, aportando unos capital y otros trabajo, bajo el impulso del empresario, se proponen un objetivo común, o fin de la empresa, que consiste en prestar servicio a la sociedad y generar rentas adecuadas para todos los que participan en la empresa, es decir, los accionistas, los trabajadores y los directivos.
Oponer los intereses de los accionistas con los intereses de los demás componentes de la empresa o con los intereses de los que reciben los servicios de la empresa o con los intereses de la sociedad en la que la empresa se halla inmersa, aunque sea para tratar de conciliarlos, no tiene demasiado sentido. La empresa es una aventura que corren juntos todos los que la constituyen y el resultado de esta aventura afectará, positiva o negativamente, al bien común de la sociedad.
Por lo tanto el interés de accionistas, trabajadores y sociedad en general debe ser el mismo: que la aventura empresarial redunde en provecho de todos. Lograrlo es el papel del empresario. Pero, de verdad, ¿qué es un empresario? Dejando aparte, por muy poco significativas, las definiciones de "empresario" y "emprendedor" que podemos encontrar en el Diccionario de la Real Academia creo que es interesante retener la definición de empresario que ya en 1973 dio Israel Kirzner. "Empresario, decía Kirzner, es aquella persona que está lo suficientemente alerta para detectar oportunidades hasta entonces no descubiertas y dispuesto a aprovecharlas para obtener la recompensa". Esta definición no es meramente académica. Para Kirzner, y para todos los que en la vida práctica están en su línea de pensamiento, el empresario descubre la oportunidad de beneficio de la misma manera que un viandante descubre un billete de cien euros abandonado al margen de la acera. Muchas personas pasaron antes al lado del billete y ninguno lo vio; sólo uno lo descubrió y, al apropiárselo, de acuerdo con la máxima popular "quien lo descubre se lo queda", obtuvo la recompensa del descubrimiento. La analogía utilizada para amparar la definición de empresario dada por Kirzner, es preciso interpretarla adecuadamente. De ella no hay que deducir, bien al contrario, que la actividad empresarial esté al servicio de una economía de suma cero; en el sentido de lo que gana uno -el que descubre el billete- es a expensas de lo que pierde el otro- en este caso, el que extravió el billete. El énfasis de la figura hay que ponerlo en la comparación entre el que "descubrió" el billete y los muchos que pasaron a su lado y no lo "descubrieron".
De ello se deduce que, entre los componentes de la empresa a que antes me refería capital, trabajo y empresario- empresario es el que aporta la función de "inventar", que viene del verbo latino "invenire", que significa hallar, encontrar, descubrir, las oportunidades de beneficio, con independencia de que participe o no en el capital de la empresa. Es por tanto erróneo decir que sólo es empresario el que compromete sus recursos en la empresa. Puede haber y hay empresarios que no son capitalistas; pero no hay ninguno, de verdad, que no sea "inventor" en el sentido que queda dicho. Sólo el que posee la facultad de "descubrir" las oportunidades de beneficio puede ser empresario. El empresario nace, no se hace. Quizás en ninguna otra materia se pone más de manifiesto la verdad del viejo aforismo: "quod natura non dat, Salmantica non praestat". No es nada extraño, en efecto, que un licenciado que acude a una escuela de negocios para cursar un master en dirección de empresas, aportando un expediente lleno de sobresalientes y matrículas de honor, se vea rechazado tras la entrevista personal que sirvió para detectar que el candidato no reunía las capacidades innatas que determinan la condición de empresario. Lo cual no obsta para aceptar, por otro lado, que las capacidades o aptitudes que el empresario nato posee, son desarrollables y perfeccionables, mediante la formación empresarial.
La concepción de la empresarialidad como la facultad de descubrir pone además de manifiesto que el ejercicio de la función empresarial no supone ningún coste, en el sentido de que el descubrimiento, en sí mismo, no requiere el empleo de recursos. Sin embargo, más adelante, en su obra de 1989, traducida al castellano con el título "Creatividad, capitalismo y justicia distributiva'', utilizando el ejemplo de un tal Jones, atrapado en un profundo hoyo donde da la casualidad que hay una buena cantidad de tablones de madera, clavos viejos y un martillo, que le sirvieron para hacer una escalera con la que salir del apuro, Kirzner distingue entre "descubrimiento" -la manera de salir del hoyo- que, efectivamente, no requiere empleo de recursos, y "producción deliberada" -la construcción de la escalera- que utiliza los recursos para explotar el descubrimiento. Y distingue también entre "búsqueda" y "descubrimiento" resultado de la búsqueda. Jones, en vez de maldecir su mala suerte y quedarse quieto en el hoyo esperando que alguien - ¿el Estado providente?- viniera a sacarle de él, se dedica a hurgar dentro del hoyo, "buscando" la manera de salir. Cuando ve los tablones y herramientas, "descubre" la solución y se pone manos a la obra para "producir" la escalera que le proporciona el "beneficio" de salir al aire libre.
Una vez "descubierto" el objetivo de la empresa en orden a la obtención del beneficio, el empresario emprende la acción para, mediante las decisiones adecuadas, pasar a la fase productiva. Desde hace algunos años, superando la presentación contable por debe y haber, nos hemos acostumbrado a establecer la cuenta de resultados de las empresas a partir del importe neto de las ventas, para deducir del mismo los costes de primeras materias, mano de obra, gastos generales, costes financieros y, finalmente, impuesto sobre el beneficio para llegar al beneficio neto para los accionistas. Pero la cascada puede plantearse de otra manera. Si del importe de las ventas netas deducimos el coste de las primeras materias más los costes incurridos en su transformación, prescindiendo de los gastos de personal, de las amortizaciones y provisiones que son gastos sin desembolso y de los intereses de las deudas y otros costes financieros, habremos obtenido lo que, grosso modo, podemos llamar "valor económico añadido" por la actividad empresarial. Esta riqueza creada es la que se reparte entre todos los que han contribuido al proceso productivo. Es la renta generada por y para los que aportaron capital, de riesgo o de deuda, y trabajo, directivo u operativo, al tiempo que, a título de impuesto sobre el beneficio, se detrae la parte que se irroga el Estado en méritos de la pretendida función redistributiva de la renta que dice asumir.
Dicho de otra forma. El valor económico añadido, la renta generada, que no es más que una, se divide en partes, recibiendo, según sea el adjudicatario, un nombre distinto cada parte. La parte que va a remunerar el trabajo se llama salario; la parte que va a remunerar los fondos de terceros se llama interés; la parte que va al Estado se llama impuesto; la parte que va a los titulares del capital de riesgo se llama beneficio; y lo que de este beneficio no se paga como dividendo, sino que se retiene, junto con lo destinado a amortizaciones y provisiones, se llama autofinanciación. No se entiende porqué una cuestión terminológica haya de producir una distinta calificación moral de una de estas partes, como sucede cuando algunos se dedican a poner en duda la justicia del beneficio, sobre todo cuando el monto alcanzado les parece excesivo. Si se considera justo que el trabajo, los prestamistas y el Estado perciban una parte de la renta creada, también debe estimarse justo que los titulares del capital de riesgo se adjudiquen la suya, máxime teniendo en cuenta que esta parte es residual. Por serlo, su importe puede, en ocasiones, ser mayor incluso del esperado por ellos, a cambio del riesgo de que, en otras, sea nulo.
Dicho esto, volvamos a la gestión, por parte del empresario, de la renta generada. La parte atribuible al trabajo está, por lo general, previamente determinada como resultado de la negociación habida con los trabajadores, ya sea individualmente, ya sea en forma de convenio colectivo de empresa o de ámbito superior. En esta fase, cuya conclusión significará un pie forzado en la distribución posterior de los resultados reales de la actividad empresarial, el logro del objetivo demanda que en la negociación no se fuerce un injusto recorte de la parte de la tarta atribuible al trabajo ni se ceda blandamente para aumentarla a expensas del beneficio, de forma que, al no resultar éste satisfactorio para los accionistas, se comprometa la expansión y hasta la continuidad de la empresa por falta de capitales propios.
Detraída del valor económico añadido la renta bruta para el trabajo, compuesta de los salarios convenidos más los gastos e impuestos inherentes, de acuerdo con la legislación vigente, hay que detraer también la parte que corresponde a los suministradores de capitales de deuda, a todos los plazos, es decir, los costes financieros, de conformidad con los tipos de interés contratados. Lo que queda hay que repartirlo entre amortizaciones, impuesto sobre el beneficio y beneficio neto para los titulares del capital de riesgo, es decir, simplificadamente, los accionistas.
Las amortizaciones no suponen desembolso, pero tienen la consideración de gasto fiscal y por lo tanto hay que deducirlas de la base imponible antes de aplicar el tipo de impuesto sobre el beneficio. Los fondos destinados a dotar las amortizaciones son, por definición, aquella parte de los recursos generados que hay que separar para atender a la reposición del inmovilizado desgastado en el proceso productivo. No se trata, naturalmente, del puro desgaste físico, sino más bien de la obsolescencia económica y tecnológica del bien en cuestión, obsolescencia que determinará el plazo a lo largo del cual hay que amortizar el bien. Decidido el plazo de amortización, es de singular importancia determinar el importe a amortizar que, rigurosamente hablando, no debe ser el valor histórico de compra sino el coste de reposición del bien amortizado, teniendo en cuenta, por un lado, la inflación de precios y, por otro lado, los avances tecnológicos. Calculadas adecuadamente las amortizaciones y determinado el importe de los impuestos, la cantidad residual es el beneficio neto para los accionistas.
Ahora bien, el rendimiento después de impuestos que la empresa obtiene para sus accionistas puede serles totalmente repartido, totalmente retenido o parcialmente repartido y parcialmente retenido. La porción retenida en forma de reservas pertenece evidentemente al accionista, pero éste no tiene ningún acceso a la misma. El importe de las reservas acumuladas a lo largo de los sucesivos ejercicios se añade el valor nominal de las acciones y a las reservas por primas de emisión, si las hubiera, constituyendo el valor contable de los fondos propios o patrimonio de los accionistas en la empresa.
Si un accionista quiere entrar en posesión de este patrimonio no tiene otro camino que vender las acciones que lo representan; es decir, buscar a alguien que le sustituya, en todo o en parte, en el capital de la empresa. La venta podrá tener lugar mediante una transacción privada, a un precio libremente convenido entre vendedor y comprador, si las acciones no cotizan en un mercado público organizado -la Bolsa de Valores- o al precio de Bolsa si las acciones cotizan.
Pero rara vez el precio de venta coincidirá con el valor contable de los fondos propios. Lo ordinario es que el precio de mercado sea superior o inferior al valor contable. En cualquier caso, el valor contable tiene escaso, por no decir nulo, significado para el accionista de una compañía; lo que verdaderamente interesa al actual o futuro inversor en el capital de riesgo de una empresa es el valor de mercado, tanto si se trata de un mercado oficialmente organizado como si se trata de un mercado meramente privado, ya que éste es el precio al que podrá entrar o salir de la empresa.
Por lo tanto, si la preocupación del empresario debe ser dar equilibrada satisfacción a todos los componentes de la empresa y, a fin de cuentas, a los accionistas, podemos concluir que el objetivo financiero de la empresa, supeditado al fin general antes definido, es lograr el mayor valor de mercado posible para el patrimonio de los titulares del capital de riesgo. Lo cual coincide con el objetivo, no siempre bien entendido, de "crear valor" para los accionistas. Es decir, lograr, mediante comportamientos que respeten las normas éticas, la mayor cotización posible de las acciones de la compañía. Sin olvidar que, en un determinado contexto, consecuencia de factores ajenos a la marcha de la empresa
-lo que corresponde a la expresión ''ceteri paribus''- el valor de mercado de la acción no puede ser otro que el valor actual del flujo de caja esperado para los accionistas a lo largo de un horizonte dilatado, descontado al coste de capital, que, en este caso, viene determinado por la rentabilidad que los accionistas esperan obtener de su inversión; rentabilidad que, lógicamente, supone añadir una prima de riesgo a la rentabilidad sin riesgo, variable en el tiempo y tipificada en la propia de los títulos de deuda del Estado.
Debe quedar claro que esta verdadera creación de valor, que, en definitiva, descansa en los beneficios futuros de la compañía, no tiene nada que ver con la ficticia creación de valor resultado de la manipulación a que, en ciertos casos, en ausencia de beneficios presentes y futuros, se han sometido las cotizaciones de las acciones, falsificando la contabilidad, difundiendo información inexacta o apoyándose en las interesadas recomendaciones de compra por parte de bancos de inversión y analistas financieros.
Hecha esta reserva, es evidente que el objetivo financiero, cifrado en la maximación del valor de la acción, si bien no puede confundirse con el objetivo final de la empresa, desde el punto de vista ético no se opone al mismo. Es más, el logro del objetivo financiero, que se basa en la obtención de suficientes beneficios a fin de poder crear valor para el accionista, es, en cierto modo, una señal de que el objetivo final se ha logrado o puede lograrse. Así lo declara explícitamente el Papa Juan Pablo II en su Encíclica Centesimus annus cuando dice: "La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente".
De un tiempo a esta parte se ha puesto de moda hablar de la responsabilidad social de la empresa. Dejo aparte la incomodidad que me ocasiona el abuso del calificativo "social" que añadido al sustantivo "justicia" da paso a un término -justicia social- que sirve, como dice Hayek para construir el argumento más manido y eficaz en la discusión política. Lo mismo me sucede cuando oigo hablar de "responsabilidad social" de la empresa, con la pretensión de exigirle prestaciones de todo orden que nada tienen que ver con el fin para el que la empresa ha sido creada. De todas formas, intentando despojar el noble término social de todas las adherencias políticas que lo desfiguran, pienso que el esquema de reparto de las rentas generadas por la actividad empresarial sirve para poner de manifiesto que la función social de la empresa viene, primordialmente, determinada por el logro del beneficio por medios éticamente correctos; empezando por afirmar que cuanto más alto sea el beneficio, mayor es el impacto benéfico sobre la sociedad. En efecto, en primer lugar, si hay beneficio, el Estado cobra impuestos, y en tanto mayor cuantía cuanto mayor sea el beneficio. Esta detracción del impuesto constituye ya una parte de la función social del beneficio, ya que, sin entrar ahora en qué nivel impositivo es el deseable, ni en el buen o mal uso que el Estado haga de los impuestos, lo cierto es que cuanto mayor sea el beneficio tanto mayor será la capacidad del Estado, vía impositiva, para atender a las necesidades de la sociedad. En segundo lugar, antes de llegar al beneficio, se han pagado las rentas de trabajo y los costes financieros, o sea, las rentas al ahorro, cuya cuantía, en ambos casos, depende del volumen del negocio, el cual, a su vez, en los años futuros dependerá en gran medida del beneficio habido en los precedentes y de la parte del beneficio que, en vez de repartirse en forma de dividendo, se haya destinado a dotar las reservas que, junto con las amortizaciones, configuran, como hemos visto, la autofinanciación de la empresa. Por otra parte, si el beneficio crece en proporción a los fondos propios, la dirección de la empresa, que tiene a su cargo buscar el adecuado equilibrio entre las demandas de los trabajadores y las de los capitalistas, a fin de asegurarse la eficacia y la fluidez en el uso de ambos factores, tenderá a aceptar la elevación en los salarios, con lo cual las rentas del trabajo satisfechas por la empresa crecerán no sólo por el aumento del empleo, sino también por el aumento de las retribuciones unitarias.
Por contra, sin beneficio, no digamos con pérdidas, la empresa, por un lado, no podrá autofinanciarse y, por otro lado, se encontrará con dificultades para atraer primero capitales propios y después capitales ajenos; con lo cual quedarán anuladas sus posibilidades de inversión y creación de empleo. Y finalmente, sin beneficio, a la larga, la empresa deberá cesar en su actividad, con lo cual se habrá cegado la fuente de las rentas de trabajo que en el ejercicio de la misma generaba.
Sin embargo, sentado, como pienso queda claro, que la responsabilidad social de la empresa es crear riqueza, generar rentas que, finalmente, hagan aparecer, en la mayor medida posible, el beneficio para los accionistas, ello no quiere decir que el empresario no pueda, o tal deba, abordar otra clase de preocupaciones. Todo lo contrario. La primera de ellas es la encaminada a la realización personal de todos y cada uno de los individuos que en la empresa trabajan, atendiendo, en terminología de Juan Pablo II, tanto o más a la vertiente subjetiva del trabajo que a su vertiente objetiva. Y esto incluso por razones económicas -que no dejan de ser sociales- ya que, a la larga, sin la satisfacción en el trabajo de las personas que integran la empresa, ésta tiene comprometido el futuro.
Al lado de esta esencial preocupación ética, están las que se refieren no sólo a la obligación de no perjudicar el ambiente en que se desarrolla la actividad empresarial, sino, además, a la necesidad de devolver, de alguna manera, a la sociedad en general parte por lo menos de lo que el entorno en que la empresa se mueve le proporciona. Se trata de la preocupación que, para simplificar, podríamos llamar de mecenazgo y que, naturalmente, también está relacionada con la capacidad de la empresa para generar riqueza, ya que sin beneficios no hay mecenazgo posible.
Por lo general, la cuantía destinada a la labor de mecenazgo de la empresa, con cargo a la explotación, quedará agotada con el porcentaje de la base imponible que las administraciones fiscales permiten deducir de la misma en concepto de liberalidades. Ir más allá supone, de hecho, donar beneficios que son del accionista y han pagado impuestos. Puede, desde luego, hacerse, en cuantía razonable, pero parece obligado que los accionistas sean informados de ello, cuando, en la memoria u otros documentos, los responsables de la gestión rinden cuenta de su cometido. Es prácticamente seguro que los accionistas accederán gustosos a esta decisión altruista si beneficio y dividendos son satisfactorios para ellos. Con lo cual, una vez más, se comprueba que la función social de la empresa se potencia, con estas adicionales actuaciones desinteresadas, en la misma medida que el beneficio se incrementa. Además, nada se opone a que la dirección proponga al Consejo de Administración, y éste lo apruebe, que una parte, mayor o menor, de la remuneración que estatutariamente le corresponde, sea empleada en actividades en pro de la sociedad en general, o de determinados sectores de la misma, directamente o mediante la creación y dotación de fundaciones o entidades con finalidad no lucrativa. Es una adecuada manera que la empresa tiene a su alcance de inducir a un cierto número de personas vinculadas a la misma, al ejercicio colectivo de la solidaridad, sumándose a las acciones generosas de innumerables particulares anónimos.
Generosidad que no tiene nada que ver, por supuesto, con la generosidad de que se llenan la boca los partidarios de las "razones del corazón" cuando piden que el Estado y, también, las empresas -es decir, los otros- atiendan generosamente a las necesidades de ciertos sectores de la población, quedando ellos de esta forma exonerados de cualquier generosidad personal que imponga sacrificio. Esta generosidad personal -virtud moral- de que está llena la historia de la humanidad, es la que la empresa en la última etapa de sus responsabilidades con la sociedad, puede estimular en las personas privadas que ocupan lugares destacados en su estructura, descubriéndoles necesidades de todo orden -ya que no siempre las materiales son las más importantes- y ofreciéndoles cauces idóneos para satisfacerlas.